Doktor Pseudonimus
Tras una breve excursión por las praderas en las que Ortega cultiva y afila sus metáforas volvemos a la miniserie. Y lo primero que conviene aclarar es que Deporte es un vocablo polisémico. Quiere esto decir que la misma palabra puede tener significados diferentes. Por un lado, el Deporte es un espectáculo. Algo que se ve o, mejor dicho, algo que se mira. Pero ya aquí hay que hacer algún distingo. Porque no es lo mismo verlo y vivirlo desde la grada vociferante de un estadio a hacerlo en la penumbra del living room casero. Sentado en el sofá delante del televisor y con el gin tonic al alcance de la mano. Ambos son espectadores y aficionados pero ninguno es, claro está, un deportista. Y solo los primeros, los que gritan, silban y aplauden en las gradas del estadio merecen ser llamados «hinchas».
«Hincha» es vocablo bien curioso. Viene desde «inflare» que en latín significa «soplar dentro de algo”. D. Juan Corominas dice que como expresión familiar pasó a significar odio, encono o enemistad. Cuando yo era pequeño aún se decía «tenerle hincha a alguien». De cómo y porqué el significado saltó desde el odio al amor nadie da razón. También dice D. Juan que como «partidario de un club deportivo” es acepción que llega desde Argentina. Y antes de dejar al hincha con sus cánticos, sus banderolas, su camiseta y su rostro pintarrajeado, me gustaría resaltar dos de sus cualidades. La primera es su fidelidad. Del auténtico hincha puede decirse lo que antes se decía del sacerdocio: imprime carácter in aeternum. No es una opinión. Es un hecho estadísticamente comprobado. En el transcurso de su vida resulta más probable que el verdadero hincha cambie de pareja sentimental que de los colores del club de sus amores. Al menos en lo que se refiere al futbol todo club –y no solo el BarÇa -siempre es més que un Club. La segunda cualidad consiste en algo más sutil. No necesitaré advertir que excluyo de la hinchada a aquellos descerebrados que aprovechan los prolegómenos o las postrimerías de un partido para desfogar su agresividad en acciones propias de la guerrilla urbana. Se trata de otra cosa. Es propio de la condición del hincha cometer alguna gamberrada, sin que eso quiera decir, claro está, que quien la comete sea un gamberro. Y para demostrarlo les voy a contar un sucedido. Ocurrió en Riazor. Una y otra vez las decisiones del árbitro estaban perjudicando claramente al Deportivo. Y, de repente, en el terreno de juego apareció un sacerdote. Un varón joven, apuesto, elegante, canónigo de la colegiata. Personaje importante en la vida social de la ciudad. D. Antonio Lago Varela con paso sereno y casi ceremonioso se acercó al árbitro. Y cuando lo tuvo bien cerca, alzó su mano derecha, le arrebató el silbato de la boca y lo lanzó tan lejos como pudo. El árbitro, desconcertado, no supo reaccionar. D. Antonio giró sobre sus talones y con el mismo aire ceremonioso regresó al palco presidencial. Mientras la afición, incluidos los anticlericales más acreditados de la ciudad, puesta en pie, aplaudía a rabiar la osadía del joven canónigo. Quien dude de la veracidad del suceso puede verlo documentado en la historia del Deportivo escrita por el gran Pedro del Llano, el gran Bocelo.
Ahora abandonamos a los hinchas para dedicarnos a los deportistas. Pero solo a los “amateurs”. Aquellos a quienes su cuerpo les pide poner a prueba sus músculos y su capacidad de competir. Siempre a través del esfuerzo y, en algunos casos, añadiendo avatares que son propios de los juegos. En el amateur la práctica del deporte es una actividad libre, pero también en muchos casos, incierta.. Es libre porque el jugador solo juega si lo desea y cuando lo desea. Cualquier obligación haría que esa práctica dejara de ser un juego. Porque el juego no tiene otro sentido que el juego mismo. No es una actividad “productiva”. Los profesionales practican el deporte pero al hacerlo trabajan. Cuando los amateurs apuestan copas, cenas o incluso dinero hay ganancias, pero no por eso entran a formar parte del sistema productivo. Actividad libre e incierta. Y ¿de dónde les vendrá a algunos deportes esa incertidumbre? Sé que me repito pero no resisto la tentación de darle otra vez una vuelta a la cuestión. ¿Qué es lo que hace que un deporte, sin dejar de serlo, se constituya además como un juego? Lo que hace que un deporte sea además un juego es que en sus resultados influya de modo importante el azar. Y el instrumento más adecuado para introducir el azar en un deporte es la bola. De toda la naturaleza inanimada la bola es el objeto con comportamiento menos predecible. Por eso es la que se agita en el bombo de la lotería o la que se hace dar vueltas y más vueltas en la mesa de la ruleta. Y en el deporte para conseguir ese efecto se usa una bola grande cuando se utilizan las manos o los pies: fútbol, rugby, baloncesto, waterpolo, Y pequeña si ha de ser golpeada con un instrumento: tenis, béisbol, bádminton, hockey, golf.
La bola claro está carece de libre albedrío. Pero a veces se comporta como si lo tuviese y, por cierto, con intenciones bien malvadas. Los futbolistas se quejan de que a pesar de sus esfuerzos el balón “no quiso” entrar en la portería. Lo mismo ocurre con el aro en el baloncesto, o en el golf cuando tras un buen golpe y después de dar cuatro o cinco botes la bola decide irse al agua del lago o a la arena del bunker.
Hay que poner punto y final. Pero aún nos quedan dos asuntos: uno es intentar explicar por qué nos divertimos practicando estas aparentes nimiedades. El otro es explicar que pinta el latín en todo esto. Para saberlo el lector deberá esperar a un próximo y último zaguán. Pero sin pensar en llegar a ningún tipo de consenso o de unanimidad. No en vano en Sucesivos escolios a un texto implícito, el autor dejó escrito que “nada suscita más desdén mutuo que el modo de divertirse”.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Sobre deportes, juegos y latines (2)»