Manuel Sánchez Salorio
Sucedió hace ahora exactamente medio siglo. En el ranking mundial de la cirugía oftalmológica los tres primeros puestos tenían nombres españoles. Hermenegildo Arruga e Ignacio Barraquer en Barcelona. Ramón Castroviejo en Nueva York. Aún eran tiempos en los que el éxito y la fama de un cirujano dependían sobre todo de la habilidad de sus manos, de la rapidez de sus reflejos y de la intrepidez de su temperamento. De aquellas tres haches que exigía el imperativo anglosajón: Hands, Heart, Head. Dependían también, que todo hay que decirlo, de una astuta puesta en escena del gran cirujano como taumaturgo o «prima donna». El cirujano-estrella era algo así como la encarnación moderna del mito de superman.
De joven Castroviejo había jugado al fútbol en el Logroñés y participado en unas olimpiadas como lanzador de jabalina. Ahora estaba en el apogeo de su fama como cirujano y como personaje. Maestro innovador en la cirugía de la catarata y primera autoridad mundial indiscutible en el trasplante de la córnea. En el Upper East Side de Manhattan había comprado una enorme y antigua mansión señorial y la había convertido en una clínica moderna hecha a su medida. Muy cerca del Solomon Guggenheim Museum esa maravilla arquitectónica debida al genio de Frank Lloyd Wright. A la clínica acudían gentes de todas partes del mundo y de muy variada condición. Desde magnates y jefes de Estado a gentes del común, especialmente emigrantes españoles y sudamericanos a los que D. Ramón dedicaba especial atención.
Invitado y becado por el propio Castroviejo, allí llegué yo una fría mañana del mes de octubre de 1965. En la clínica la mañana se dedicaba a la exploración de los pacientes. Explorar supone preguntar, escuchar, mirar y volver a preguntar. Y si se quiere evitar el patinazo en el diagnóstico, dedicar unos momentos a la duda. Darle vueltas en la cabeza a lo que has visto o escuchado. Para un cirujano nato eso solía ser algo así como perder el tiempo. Castroviejo delegaba esa tarea a sus ayudantes. El ámbito propio de la cirugía es el de los hombres de acción. Aquellos que son capaces de transformar la realidad con sus propias manos. Lo que realmente le interesaba a Don Ramón era saber si aquello que traía al enfermo a la clínica se podía o no se podía operar. Su patria era el quirófano. Era allí donde gozaba y se transformaba. Las sesiones empezaban a las tres en punto de la tarde. Don Ramón presumía de operar con pinzas, tijeras y cuchillas diseñadas por él mismo, cosa que era cierta. Para ver mejor se valía de unas simples lupas y nunca le vi utilizar el microscopio operatorio. Operaba siempre con anestesia local y durante la intervención hablaba con el paciente y con los asistentes. Cuando el paciente se quejaba, Don Ramón se incomodaba y le reñía. En castellano o en el inglés macarrónico que aún hablaba después de haber vivido más de treinta años en USA.
En esas estábamos cuando llegó el martes día nueve de noviembre. Eran las 5:28 de la tarde. D. Ramón estaba finalizando una queratoplastia. De repente todas las luces se apagaron. Ningún aparato funcionaba. Castroviejo preguntó: ¿qué ocurre con el grupo electrógeno? Una enfermera se disculpó diciendo que acababan de pasar una inspección y todo era normal. Pasaron unos segundos que parecieron horas. Alguien que disponía de una radio-transistor aclaró que se trataba de un accidente en Ontario que había dejado sin electricidad a toda la costa nordeste de Estados Unidos. Al oírlo, con la seguridad que lo caracterizaba Castroviejo, exclamó: ¡son los chinos! Políticamente Castroviejo era un carca carpetovetónico bastante típico pero nunca supe explicarme por qué eligió el peligro amarillo y no el peligro rojo cuando Rusia era el enemigo. Mientras tanto alguien fue capaz de hacer funcionar el grupo electrógeno y don Ramón terminó de suturar la córnea sin problemas. Yo me fui corriendo al apartamento cercano donde vivíamos. No funcionaba la centralita del teléfono ni el ascensor. Subí como pude las escaleras. Afortunadamente Helena estaba en la habitación. Fue cayendo la noche. Una noche serena, sin una nube, con luna llena brillando con todo su esplendor. Bajamos a la calle. Voluntarios apostados en las esquinas regulaban el tráfico. En una iglesia próxima regalaban velas a quienes pasaban por la calle.
No resultó fácil conciliar el sueño. Tumbado en la cama a las seis de la mañana pude ver como en el filamento de una bombilla iba apareciendo un hilillo de luz. A los dos días la ciudad había recuperado el frenesí de su ritmo. En la primera página de los periódicos campeaba el orgullo por la bravura y bonhomía de la ciudad. Ladrones y criminales no se habían portado mal. La tasa de robos y asesinatos no había sido superior a la normal. Los viajeros atrapados en el «subway» habían convivido durante horas con millones de ratas sin problemas especiales. El caos y el temor no habían anulado el ingenio y el humor. En un supermercado una mujer embarazada había quedado atrapada en un ascensor. El marido requirió la ayuda a los bomberos. Cuando estos llegaron un bombero preguntó: ¿hay ahí una mujer embarazada? Y desde el ascensor alguien contestó: ¡pero si solo llevamos treinta minutos!
En algún lugar Georges Rosenbaum escribió: «Toute cité est un état d´âme». La frase no es del todo cierta. No puede negarse que hay conglomerados urbanos en los que uno no puede percibir el menor rastro de un alma. Pero tampoco puede negarse que ese martes de noviembre y luna llena apareció más brillante que nunca el alma de Nueva York. «La luna, pupila de la noche / llena reluce en su dorado coche». ¿Verdad que suena bien? Parece un haiku o el verso de un poema modernista. Pero fue escrito hace más de 20 siglos. Está en las Odas Olímpicas de Píndaro. Un tiempo en el que no era necesario un apagón para gozar del enigma y la belleza de una luna llena.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Recuerdo de un apagón en un quirófano (1)»
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Recuerdo de un apagón en un quirófano (y 2)»