«No quisiera ser feliz a costa de ser imbécil»
Historia de un buen brahmán. Voltaire
Ya es el talento a la vez más odiado y admirado de su tiempo. Ha cumplido sesenta y cinco años y de sí mismo dice que ya es «un proyecto de cadáver». Decide descansar. Inmensamente rico compra las tierras y el castillo de Ferney. En la frontera con Suiza, a pocas leguas de Ginebra y lejos del París en el que le han prohibido vivir. Un lugar perfecto para poder escaparse cuando la Iglesia o el Monarca pretendan una vez más encerrarlo en la Bastilla. Está viejo pero no deja de ser Voltaire. La madriguera de Ferney pronto se convertirá en un curioso experimento económicosocial. Rotura las tierras, deseca los pantanos, instruye a los labriegos, elige los cultivos. Una agricultura pensada para la subsistencia se convierte en un negocio. Monta una fábrica de medias de seda que envía a sus amigas marquesas y duquesas de París para que puedan lucir sus piernas ante sus amigos predilectos. De Ginebra hace venir unos relojeros que diseñan y construyen unos relojes exclusivos que Catalina la Grande se encargara de vender a la aristocracia rusa. Hay una carta en la que dice que en Ferney mantiene a cien familias cosa que parece exagerada. Pero lo cierto es que Voltaire no para ni un instante. Se levanta a las cinco de la mañana, trabaja todo el día y parece feliz. Sólo le incomodan los bueyes por su lentitud y su propensión a padecer enfermedades. Escribe: «yo quiero conmigo gente que trabaje y se encuentre siempre bien». También dice «cuanto más avanzo en la carrera de la vida más necesario encuentro trabajar».
Acoge y mantiene a un jesuita expulsado, el padre Adán, con quien discute y juega al ajedrez. Construye una iglesia a la que va a misa los domingos dándole el brazo a madame Denise a la vez su amante y su sobrina. En el frontispicio de la iglesia hace grabar una inscripción: «Deo erixit Voltaire» Voltaire la erigió para Dios. Suena a chulería o a provocación pero no lo es tanto como pueda parecer. Porque lo cierto es que el más furibundo anticlerical de su época es en eso fiel a sus creencias. En el Diccionario Filosófico escribirá: «Deísmo siempre, ateísmo nunca». Una y otra vez repetirá el argumento: tal como el reloj presupone el relojero el universo presupone al que él llama el «geómetra eterno».
Ferney iba a ser un retiro y ahora resulta que es una activísima plataforma de ataque y de defensa. Voltaire escribe sin parar. Es allí donde nace el Cándido, el Diccionario filosófico y el Tratado sobre las costumbres. Pero también y sobre todo nacen allí miles de opúsculos, folletos, epístolas y panfletos que llegan a todos los salones y cenáculos de Francia. «Voltaire, llueve sobre Francia» dice en su preciosa biografía André Maurois. Es el Voltaire más mordaz, irónico y eficaz. Pero llega 1778. Voltaire tiene ochenta y tres años. Quien vivió toda su vida muriéndose se da cuenta que esta vez se va a morir de verdad. Tampoco ahora se rinde. El orgullo se le engalla y le hace seguir moviendo el rabo hasta el final. Corrige y pone punto final a Irene, su última tragedia. Quiere estrenarla en París y envía el libreto a la Comédie Française. Quiere asistir al estreno de su obra. Saca fuerzas de flaqueza. Embrida sus mejores caballos, se sube al carruaje y emprende el viaje a París. Escupe sangre pero a trancas y barrancas llega a la ciudad a la que durante casi veinte años le han prohibido visitar. Se aloja en el hotel de la Villette y el recibimiento es apoteósico. Todo el mundo quiere verlo. Benjamín Franklin le lleva a su hijo para que lo bendiga. Voltaire pone las manos sobre su cabeza y dice: God and Liberty. El Deísmo y la Democracia juntos. Vuelve a escupir sangre. El doctor Tronchin le diagnóstica un cáncer terminal. Alguien propone enviarle un confesor pero la jerarquía impone que antes de confesarse haga abjuración pública de todos sus errores. Voltaire no pierde la ironía y escribe a un amigo: «triste negocio sería haber venido a París para confesarme y a que silben mi obra». No puede asistir al estreno pero se repone y a los seis días acude al teatro donde un público entusiasmado aplaude a Irene. Desde la Villette hasta la Comedie lo lleva una carroza sembrada de estrellas de oro. Voltaire ya es poco más que un esqueleto pero estrena peluca, viste un traje de terciopelo azul adornado con pieles y maneja con prestancia su bastón. A su paso por las calles la gente le aplaude, le lanza flores y le vitorea. En el teatro el triunfo es absoluto. Muy poco después Voltaire se muere. Le niegan sepultura en tierra consagrada y tiene que ser su sobrino el abad Mignot quien lo entierre casi a hurtadillas en su Abadía de Scellières. Pero en 1791 cuando llegan los revolucionarios sus restos serán trasladados al Panteón.
Pero si viajan a París y deciden visitar a Voltaire no lo busquen en la tristeza y frialdad del Panteón. Están allí sus restos, no su espíritu. Por desgracia ya no queda ninguno de los salones en los que brilló su ingenio, su descaro y su capacidad de seducción. Pero queda todavía su más querido café: le Procope. En corazón de la Rive Gauche, 13 rue de l´Ancienne Comédie. Allí está su mesa, su silla y su escritorio tal como él los dejó. Fue también el café donde Diderot negociaba con el censor Malesherbes permisos y prohibiciones para la Encyclopédie. Pero le Procope no es solo un lugar para darle gusto al recuerdo o a la imaginación. Háganme caso. Siéntense a la mesa y cuando llegue el camarero pídanle sin más el plato de la casa: Le coq au vin ivre de Juliénas. Me lo agradecerán. Y al marcharse no se olviden del mensaje: «God and Liberty».
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Moviendo el rabo hasta el final (2)»