La carne está triste ¡ay! y ya he leído todos los libros. En el último Zaguán leíamos ese verso de Mallarmé como una metáfora de la vejez. Y quizás también como una rendición. Hoy quisiera advertirles que las metáforas se inventan para sorprender –o para deslumbrar– pero no para ser creídas. Y por si algún lector poco avisado se hubiese creído la boutade de Mallarmé les traigo aquí tres historietas. En ellas se muestra que siempre quedan libros por leer. Libros, tanto los que se leen como los que se escriben, que ayudan a vivir. A seguir moviendo hasta el final eso que Turguenev llamó «el rabo de la vida».
La primera historia cumple ahora su quinto centenario. Sucede en la Navidad del año 1513. Niccolò Machiavelli ya había sido casi todo en la Republica de Florencia. Al caer el gobierno teocrático de Savonarola aún no ha cumplido treinta años pero es nombrado secretario de la Cancillería y poco después entra en el consejo de los Diez. Mano derecha de Piero Soderini gonfaloniero vitalicio de la Republica dirige la diplomacia de la Señoría y organiza el ejército. Negocia directamente con dos Papas, con el Rey de Francia, con el Emperador Maximiliano, con Cesar Borgía. Licencia a los mercenarios y monta una infantería con campesinos disciplinados a los que equipa con «scopietti» un arma de fuego portátil que acaba de aparecer. Pero no solo actúa. Reflexiona. Patriota y demócrata convencido piensa la Republica como un espacio urbano que garantice la autonomía de los ciudadanos. Se da cuenta de que las ciudades-estado italianas – Venecia, Florencia, Milán – son más ricas y más cultas que Francia o España pero que también son más débiles. Teoriza sobre el Estado y el Poder. Pero en 1512 vuelven los Medici al poder. Maquiavelo es juzgado, torturado y condenado al exilio.
Ahora, fuera de Florencia, en la finca de San Casciano vive trabajando el campo con sus propias manos. Años antes había dicho de sí mismo: “nací pobre y antes aprendí a sufrir que a gozar”. El diez de diciembre de 1513 escribe una carta a su amigo Francesco Vettori. Quizás sea la más bella y emocionante carta que jamás haya sido escrita. En ella le dice que se levanta con el sol y que se va al bosque a trabajar con los leñadores. Que se mantiene con «los alimentos que puede dar esta pobre tierra y mi menguado patrimonio». También le cuenta que después de comer se va a la taberna y – son sus palabras – se “encanalla jugando a los naipes y a las damas con un carnicero, un molinero y dos panaderos donde se grita y se combate por un centavo”. Y le comenta: «en esa piojería he de zambullirme para que no se llene de moho mi cerebro y para desahogar la malignidad de mi suerte». Pobre, sólo y… sin nada en que ocuparse. Es el tiempo en que pide que alguien le encargue algo. Aunque sólo fuese «hacer rodar una piedra».
Pero llega la noche. Al caer el sol vuelve a su casa. Lo que entonces ocurre vale la pena saberlo leyendo al propio Maquiavelo: «entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo de aquel traje de la jornada, lleno de lodo y lamparones, para vestirme ropas de corte real y pontificia; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la antigüedad. Recibido por ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es privativamente mío, y para el cual nací. En esta compañía, no me avergüenzo de hablar con ellos, interrogándolos sobre los móviles de sus acciones, y ellos, con toda humanidad, me responden. Y por cuatro horas no siento el menor hastío; olvido todos mis cuidados, no temo la pobreza ni me espanta la muerte: a tal punto me siento transportado a ellos todo yo».
No me negaran que la expresión es fantástica. «Tutto mi transferisco in loro». Conviviendo con Tucidides, Cicerón o Tito Livio se transforma en uno de ellos. Nadie expresó con tan emocionante sencillez la capacidad transformadora de los grandes libros y de las vidas ejemplares. Es ahí donde se va tejiendo la genealogía de la grandeza. Algo que no deberíamos considerar como exclusivo de la antigüedad. Casi fue anteayer cuando Winston Churchill confesó, que en la batalla de Inglaterra, pudo resistir contra toda esperanza pensando en su pariente Lord Marlborough, el de la canción «Mambrú se va a la guerra». Y Marlborough era un apasionado lector de Shakespeare. Y algunos de los héroes de Shakespeare llegan directamente desde las Vidas Paralelas de Plutarco. La grandeza engendra grandeza, como la canalla engendra canalla o el nihilismo aburrimiento.
Ya no tiene dinero ni poder pero sigue teniendo una pluma. Es en esos días aciagos del exilio cuando termina de escribir El Príncipe. Se lo dedica a Lorenzo II de Medici. Sabe que su posible rehabilitación va a depender de conseguir su favor. Pero Machia es siempre Machia. Siempre astuto pero nunca genuflexo. Con orgullo contenido en la dedicatoria le dice que con la lectura de su libro: «os será fácil comprender en pocas horas lo que a mí no me ha sido dado comprender sino al cabo de muchos años con suma fatiga y muchísimos peligros». El maestro sigue siendo él. En eso consiste la grandeza de Maquiavelo. En habernos permitido entender la naturaleza y el uso del poder como nadie antes lo había entendido.
Si viajan a Florencia no dejen de ir a visitarlo. Desde el Palacio de la Señoría hasta la Basílica de la Santa Croce hay poco más que la carreiriña de un can. Allí, por fin quieto y callado, descansa Maquiavelo. En el mármol unas palabras sólo dicen esto: «ningún epitafio podría igualar a tan gran hombre». Dicen verdad. Asentimos, nos despedimos y nos vamos.
Y ahora algún lector podría preguntar: ¿qué fue de las otras dos historias? ¿qué pinta el rabo en todo esto? Quien quiera saberlo ha de esperar al próximo Zaguán.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Los libros, el rabo, una carta»