El sueño de una noche de verano: Mirar, comer, hablar.

Por Procopio

 “Yo, como Don Quijote me invento pasiones para ejercitarme”. Voltaire

Corvus se daba cuenta de que había momentos en que la vida se le volvía insípida. Una extraña indiferencia se le metía por los ojos y se iba extendiendo por todo el cuerpo hasta ocuparle la mente y el corazón. Parecía como si la curiosidad y las ganas de vivir, constantes compañeras durante su ya larga vida se le hubiesen escapado hacia no sabía dónde. Se le notaba preocupado. Un cuervo joven medio pariente suyo y que se creía muy listo porque había asistido como oyente a un máster en la universidad le informó de que todo eso que le ocurría venía en los libros y tenía un nombre propio: corvopausia. También le dijo al ver la cara que puso al oír ese nombre que había unas píldoras que podían levantarle el ánimo y con un poco de suerte también alguna otra cosa. Y con el tono neutro de los contestadores automáticos le añadió: no fume, adelgace, controle la tensión y el colesterol, camine dos horas al día, beba tres litros de agua, intente resolver un crucigrama después de cada comida… ¿Crucigramas para qué? Preguntó sorprendido Corvus. Pues para mantener en forma la memoria y el cerebro contestó rápido el jovenzuelo con la suficiencia que siempre da haber hecho un máster aunque en ese caso sólo lo hubiese sido como oyente.

Corvus sabía que no necesitaba hacer crucigramas para mantener operativa su memoria así que decidió ponerla a trabajar. Lo cierto es que más confiaba encontrar alivio para sus males rebuscando en su propia experiencia que recurriendo a remedios que venían en los libros y que además se podían comprar en internet. Poco a poco, por el retrovisor fue haciendo pasar sucesos y escenarios hasta que apareció una fecha y un lugar: Ferney, 1776. El Cuervo dijo “stop” y la foto quedó fija.

Era aquel año en que había recibido una extraña invitación. François-Marie Arouet había pedido al Cuervo que se dignase pasar unos días en el castillo de Ferney. En la misiva expresaba su deseo de que le ayudase a perfilar los argumentos que pensaba utilizar en un opúsculo satírico, vulgo panfleto, que estaba escribiendo contra Descartes. Porque resulta que a Monsieur Voltaire le traía sin cuidado la defensa de la duda universal como método de acceder a la verdad y poco le importaba la ingeniosidad del cogito, ergo sum. Lo que lo tenía enfurecido era que la absoluta separación del cuerpo y del alma que Descartes defendía en su famosa doctrina del dualismo le llevase a considerar a los animales como  simples máquinas. Como seres, citaba textualmente, que buscan la comida sin tener apetito, que gritan o gruñen sin sufrir dolor, que expresan contento sin sentir alegría…

Eso era lo que indignaba a Voltaire. El Cuervo estaba plantado en el centro del escritorio escuchando en silencio la perorata del filósofo que se iba volviendo cada vez más iracunda hasta que llegó un momento en el que, de repente, Voltaire se quedó callado y mirando a los ojos del Cuervo como esperando una respuesta. Corvus dudó un momento movió las alas y en un ágil escorzo se posó en la hombrera izquierda de la casaca de terciopelo azul que lucía el maestro. Separó con el pico los flecos de la peluca que le tapaban la oreja y le dijo al oído: ¿máquinas nosotros? Sir, ¿conoce usted algún reloj que haya tenido relojitos? Con eso debería bastarle. Voltaire dijo ¡bravo!, se levantó y dedicó un breve aplauso al Cuervo. Hizo traer una botella de champagne pero pronto volvió a sentarse, metió la pluma en el tintero y se puso a escribir sin atender a nada ni a nadie. Se le notaba feliz. No sólo porque su habitual mordacidad había encontrado un nuevo flanco por dónde meter el colmillo al enemigo sino también porque su pluma iba a salir una vez más en defensa de seres deshonrados. Porque llamarles máquinas a los mirlos y jilgueros que alegraban sus mañanas, o al can que acompañaba sus paseos o incluso a los bueyes que roturaban sus campos era para Voltaire un insulto que no se podía tolerar.

Invitado a mesa, cama y ropa limpia Corvus permaneció casi mes y medio en Ferney. Y apenas hubo un solo día que no le deparase una sorpresa. Voltaire había comprado Ferney como un refugio para su ancianidad pero su ingenio y mordacidad pronto lo transformaron en una formidable plataforma de ataque y defensa. Al castillo peregrinaban ilustrados de toda Europa pero nadie se libraba de sus dardos. De su gusto por provocar y por combatir supersticiones e injusticias. De vez en cuando también el recibía alguna estocada pero en la Historia de Gran Brahman ya había dejado bien clara su elección: no quisiera ser feliz a costa de ser imbécil. A los 84 años sintiéndose ya moribundo todavía fue capaz de subirse a un carruaje y viajar a Paris para asistir al estreno de su última obra.

Mirar

Una mañana en la que el Cuervo encontró a Voltaire paseando por el jardín se atrevió a preguntarle de dónde sacaba la energía necesaria para tanta y tan variada actividad. El anciano se detuvo, se quedó pensativo unos instantes y levantando el bastón como si fuese una bandera dijo al Cuervo: yo, como Don Quijote me invento pasiones para ejercitarme.

Inventarse pasiones, pensó el Cuervo, esa es la solución. La carne está triste, ya no quedan libros por leer… pero aún queda D. Quijote.

Pero salir a los caminos a combatir malandrines y desfacer entuertos era divertido pero resultaba peligroso. Como Voltaire el Cuervo no quería ser feliz a costa de ser imbécil pero tampoco quería serlo a costa del desvarío de la razón. El era un pájaro ilustrado pero no dejaba de ser un burgués. Quería que su vida volviese a ser divertida pero no estaba dispuesto a asumir riesgos excesivos. De las aventuras, desventuras y pasiones del hidalgo sólo una le atraía: aquella en la que fue capaz de transformar a Aldonza en Dulcinea. Pero ¿cómo podría conseguir hacer rebrotar la verde hoja del erotismo en el cuerpo reseco de un anciano?

El Cuervo pensó que la clave podía estar en la mirada. En que la imaginación fuese capaz de darle nuevos bríos a la mirada. Y eso era lo que ahora estaba practicando. Bajo un sol omnipresente iba sobrevolando un radiante mar azul. A su derecha iba dejando los nombres antiguos y sonoros: Salerno, Cetara, Amalfi, Positano. De pronto, allá lejos, apareció el abigarrado desorden de Neápolis. Notó que la adrenalina corría a borbotones por sus venas y que el corazón aceleraba sus latidos. Respiró hondo e inició el descenso. Después de recorrer el largo trecho del Lungomare enfiló el parque de Capodimonti y cruzó como una flecha la gran puerta del Museo Nazionale. Pronto encontró lo que con tanta ansia buscaba. Porque allí estaba al fondo de un largo corredor Venus Calipigia, que así llamaron los romanos a la Aphrodite. Kallipygos, la “Afrodita de Bellas Nalgas”. Nunca el mármol había alcanzado tal grado de seducción. Afrodita bella y esbelta levanta suavemente la breve túnica y vuelve la cabeza para complacerse ella misma en sus nalgas y caderas. El Cuervo pensaba que el erotismo era ya la última dosis de Paraíso que le era concedida y se mantuvo allí nadie sabe cuánto tiempo. Entre otras cosas porque en el Paraíso – y lo mismo sucede en el Infierno – el tiempo deja de ser un instrumento de medida.

Corvus se sentía feliz. No sólo por estar junto a su nueva y admirada Dulcinea sino también por comprobar una vez más la eficacia del lenguaje. Porque mirari fue admirar mucho antes que mirar y porque por extraños vericuetos de ahí había salido miracle. Y un milagro era lo que ahora le estaba sucediendo.

Comer

“Un cocido gallego, a mayores, completo, exige asiento reposado, paz interior, calor en los pies y remoja de boca con tinto cada cuatro bocados. Ese es el sacramento”. Álvaro Cunqueiro. Viajes y xantares por Galicia.

En esas cavilaciones andaba metido el Cuervo cuando recibió una llamada. Su amiga Pampineia le decía que con motivo del centenario de Álvaro Cunqueiro el Consello da Cultura había organizado un Simposium sobre gastronomía.

Al Cuervo no le resultaba contradictorio el hecho de que la más alta institución cultural de la Xunta de Galicia dedicase una sesión a cosas de comer. Recordaba que él mismo cuando aún daba clase en secundaria todos los años ponía a los alumnos el mismo ejemplo. Cuando un animal tiene hambre, les decía, sale al monte, se pone al acecho, y cuando se presenta la ocasión salta sobre la presa, la mata y se la come. Para que esa operación tenga éxito sólo precisa de dos cosas: garras e instintos. Por el contrario para satisfacer esa misma necesidad el ser humano tiene que recurrir a una larga serie de circunloquios e intermediaciones. Necesita armas para cazar o granjas para criar animales. Necesita también especies para condimentar y útiles para manipular aquello que cocina. Y rituales para sentarse a la mesa. Lo que diferencia a esos dos modos de satisfacer una misma necesidad es la cultura.  Y les citaba a Le Goff: el tenedor, la banca y la letra de cambio representan el camino de la Edad Moderna. También a veces añadía lo que cuenta Jean Anouilh  en L´honneur de Dieu. Cuando Tomás Becket quiere pulir los modales de la corte de Enrique II de Inglaterra trae de Francia tenedores para que los invitados no coman la carne con las manos. Y los guerreros del Rey creen que son instrumentos para arrancar los ojos a los enemigos… Pero al final del discurso al Cuervo, que en el fondo era un antiguo, le entraban remordimientos por trivializar demasiado el concepto de cultura y advertía a sus alumnos que había otra Cultura que se escribía con mayúsculas y que consistía en aquel repertorio de gestos, costumbres, obras y mensajes que le dicen al ser humano que puede ser de otra manera y que le enseñan lo que debe sentir y pensar sobre sí mismo. Pero, les decía a modo de disculpa, que esa asignatura hacia ya años que ya no figuraba en el plan de estudios…

El Cuervo aceptó pues la invitación que le transmitía Pampineia pero poniendo una condición: que no se tratase de esa cocina ultramoderna en la que se usan jeringuillas o nitrógeno líquido y en la que se habla sin parar de moléculas y esterificaciones. El sólo iba al laboratorio una vez al año para que le midiesen la glucosa y el acido úrico y no para comer. Pampineia lo tranquilizó rápidamente. El Simposium se titulaba “La cocina cristiana de occidente” y el Consello garantizaba la fidelidad de restauradores y conferenciantes a los gustos, modos y creencias del gran comilón – tan gourmet como gourmand – de Mondoñedo.

Así que voló por última vez a Capodimonti, se despidió de Afrodita Calipigia y después de echar un vistazo a la predicción meteorológica para los próximos tres días puso rumbo a Sobrado dos Monxes. Su intuición le decía que una reunión sobre la Cocina Cristiana de Occidente en Galicia solo podía celebrarse en la majestuosa cocina de la primera y más importante abadía que tuvo el Cister en la Península Ibérica.

El cuervo llegó a Sobrado con las últimas luces de la tarde. Se coló por un ventanuco y sin ser visto por nadie se posó en el capitel de una de las grandes columnas de la cocina. La primera sesión estaba terminando. Los restauradores-conferenciantes habían despachado ya “o caramelo de leituga”, “o rissoto de vaca vella con fiuncho” y a “tosta de millo con lacón trufado”. Ahora estaban discutiendo o “brioche de cereixas”. Al llegar el momento de redactar las conclusiones el consenso fue general salvo en una cuestión. Por un lado los superenxebristas decían que el lacón debería ir acompañado de un Mencia de la Riveira Sacra pero por otro los europeístas proponían un borgoña aunque sólo fuese en memoria de quienes en el siglo XII habían venido a Sobrado desde la casa matriz de Clairvaux. La cuestión no parecía interesar demasiado al auditorio que sin demasiado disimulo empezaba a abandonar la sala.

Comida para pensar, pensar sobre el comer.

En ese momento quien presidia la sesión ataviado con el gorro y el mandil propios de un gran Chef  divisó al Cuervo metido en su escondrijo y lo interpeló con gesto poco amable: ¿se puede saber que es lo que usted tiene contra la cocina ultramoderna? Se armó un pequeño revuelo, la gente volvió a sentarse y entre los murmullos el cuervo creyó oír un comentario ¿qué sabrá de todo eso un pajarraco?

La interpelación cogió al Cuervo totalmente desprevenido. Trató de esconderse pero el Chef repitió la pregunta esta vez ya con un tono claramente amenazante. Corvus se dió cuenta de que sólo tenía dos salidas: o escaparse o aceptar el desafío. Cerró los ojos, tragó saliva, se mantuvo quieto unos segundos y después volando lentamente fue a posarse en la gran lámpara que pendía del techo de la cocina y cuyas bombillas acababan de ser encendidas. Y fue entonces cuando cometió la gran equivocación. Que una patata ya no sea una patata, ni una trucha una trucha, ni una manzana una manzana – les dijo en tono doctoral –  forma parte de una operación más general: la deconstrucción del mundo. De la ruptura de cualquier significado estable. En la “molecular gastronomy” – usó el inglés para que viesen que también él sabía ser pedante – las moléculas substituyen a las substancias. Y en la substancia – en la vieja ousía –  es donde radica la verdad de las cosas. En el fondo es una manifestación del pensamiento débil que por todos lados nos acomete, expresión a su vez de la muerte de Dios tan lucidamente anunciada hace más de siglo y medio por el genio de Nietzsche. La deconstrucción es un juego inteligente y algunas veces divertido pero significa decir para siempre adiós a cualquier tipo de verdad. La prueba está en que ya no hay juez, teólogo o filosofo que crea poder comunicar la verdad. Todo se ha vuelto hermenéutica, interpretación. Pero, no lo olviden, la verdad es la última intención de la materia.

Al ver la cara que ponía la mayoría de la audiencia Corvus se dio cuenta de que había equivocado el chip. La profunda inmersión en el ambiente, historia y avatares de una abadía como aquella le había jugado una mala pasada llevándole a discutir sobre cuestiones que allí a nadie importaban. Andaba el Cuervo pensando en cómo disculparse y darse el piro lo más discretamente posible cuando un joven pelirrojo levantó la mano pidiendo la palabra.

El pelirrojo era un físico canadiense licenciado en Berkeley que dos veces al año peregrinaba a elBulli y que ahora trabajaba para la CIA. Perdóneme que le diga – se dirigió al Cuervo – que usted no entiende nada sobre la revolución que se inició a mediados de los años noventa en Cala Montjoi y que su inventor Ferrán Adrià definió como “cocina tecnoemocional”. Debería usted leer “Cocina para pensar, pensar sobre el comer”. El asunto consiste sobre todo en buscar y encontrar nuevas emociones. Por eso hace falta un espacio expositivo especial en el que pueda moverse una bien diseñada coreografía de cocineros. Y después ya en la mesa van llegando las aceitunas sféricas, el gin frozen caliente, el zumo de liebre, el chocolate salado o las flores con algodón de azúcar. Pero llegan no tanto para ser comidos como para sorprender los sentidos. Más bien para engañarlos refunfuñó el Cuervo. Si, también para engañarlos asintió el pelirrojo. Comer sin saber lo que metes en la boca puede plantearle problemas a algunas personas pero no deja de ser interesante. Ocurre aquí algo parecido al arte moderno. Su objetivo no es “gustar” sino sorprender y a veces incluso ofender. La cocina tecnomolecular es una experiencia existencial. Pero para degustarla hay que tener talento e imaginación.

El Cuervo que se reconocía muy vulnerable ante los aciertos expresivos percibió que ante el brillante discurso del pelirrojo sus convicciones se tambaleaban pero pronto se recuperó. Mire usted, dijo al canadiense, acepto que el paladar e incluso la inteligencia puedan entender ese juego que usted tan bien describe y puedan encontrar en ello un inmenso placer. Pero el estómago no. Porque el estómago no juega, trabaja. Es el taller donde se genera la energía y no creo que tenga mucho tiempo para andar imaginando o procesando metáforas comestibles. El paladar puede ser progresista e imaginativo pero el estómago es conservador y tradicional. No me parece trivial una historia que me han contado. Después de varias horas de degustación de cocina tecnoemocioal en un, gran restorán de Méjico los comensales al salir se abalanzaron sobre un puesto callejero que ofrecía tacos y tamales. Aquello fue la venganza del estómago sobre el paladar. Déjeme también comentarle otra cosa. De la comida tecnoemocional dicen ustedes que es una comida para pensar. Pero, por lo que veo, es más bien una comida para contar. Porque me da la impresión de que del mismo modo que Luis Miguel Dominguín el día que consiguió acostarse con Ava Gardner salió corriendo para contárselo a sus amigos ustedes no dejan de contar a nadie lo que sienten cada vez que acuden a elBulli.

El Cuervo interpretó el silencio del pelirrojo como reconocimiento de haber sido tocado y se creció. ¿Quieren ustedes metáforas? Preguntó desafiante. Pues ahí le va una. Exprimió cuanto pudo la memoria y fue capaz de repetir textualmente una cita de Cunqueiro: “Pero es rubia la moza que sirve la lamprea y tiene los ojos reidores, una primavera azul que nos contempla alegres…”. ¡Los ojos reidores! Exclamó radiante el Cuervo: eso sí que es un hallazgo lingüístico. Y no parvadas como llamar a algo “espuma de agua” o “agujeros de viento”.

El canadiense permaneció callado pero no, como ingenuamente creía el Cuervo, por reconocerse derrotado. Lo cierto era que llevaba ya un largo rato dándole vueltas en la cabeza al “affaire” del Codex Calixtinus. Porque en un brain-storming celebrado en la CIA sobre posibles motivos para el robo no se descartó del todo que pudiera tratarse de una venganza de la orden del Cister contra la de Cluny. Por eso llevaba ya casi tres días en el convento haciendo como que escuchaba lo que allí se día sobre sabores, espumas y texturas pero en realidad escudriñando cuanto archivo, biblioteca o escondrijo había en la inmensidad de la abadía.

Por si el lector encuentra injustificada esa sospecha el autor se permite recordarle que Guido de Borgoña hermano de Raimundo, conde de Galicia y primo de Enrique, conde de Portugal fue elegido Papa como Calixto II precisamente en la Abadía de Cluny. Y que en las primeras líneas del Códice dice que se lo dedica “a la muy venerable basílica cluniacense”.

Hablar

“Muchos desprecian lo que no entienden; los franceses desprecian a los alemanes y los romanos a los griegos porque no entienden sus lenguas”. Codex Calixtinus. Prologo.
“Unius liguae uniusque moris regnum, imbecille et fragile est”.
El reino que sólo tiene una lengua y una costumbre es un reino frágil e imbécil.
(San Esteban, rey de Hungría, en el testamento dedicado a su hijo San Emérico)

Pero no fueron sólo el gusto y el olfato del Cuervo los que gozaron y se alegraron con aquella sinfonía de olores y sabores con la que se divertían los restauradores. También lo fueron sus oídos. Porque todos explicaron lo que hacían y sentían valiéndose de aquella lengua a la que Cunqueiro en su epitafio había deseado mil primaveras más. La lengua que dice nai, fillo, lúa, malpocado, brétema, bidueiro, lóstrego, maruxia… El Cuervo una y otra vez repetía las palabras, paladeándolas, disfrutándolas. Eran las hijas que tuvo el latín en Galicia y sólo ahí. Pero, pensaba, hijas quizás no tanto del latín que hablaban los romanos como del que utilizaron aquellos suevos que expulsados por los visigodos de todos los lugares montaron aquí, durante más de un siglo, en el fin del mundo, su gran reino. Porque en la toponimia resonaban también con fuerza las viejas raíces germánicas: Dubra, Grove, Encrobas, Bergantiños… La lengua que mantenida contra viento y marea por los labriegos, los mariñeiros y los artesanos y que el genio y el amor de Rosalía habían convertido en el instrumento que hizo a los gallegos capaces de habitar poéticamente el mundo propio.

El uso de una lengua aumenta siempre nuestra capacidad de percepción y por eso el Cuervo no entendía muy bien porque ese tesoro de poder vivir en dos lenguas puede ser motivo de aquella tan agria trifulca entre galegofóbicos y galegofílicos. Reconocía al galleguismo político el mérito de haber sido el más constante valedor de la lengua desvalida pero pensaba que alguien en algo debía de haberse equivocado. Por lo de pronto al Cuervo el término inmersión le daba miedo. Le recordaba cuando siendo muy pequeño lo llevaban a jugar al rio y los cuervos mayores le metían la cabeza bajo el agua hasta que casi no podía aguantar sin respirar. Aquello era un juego pero era sobre todo una forma de mostrar quienes eran los que tenían la fuerza y el poder. Al hacer lo que hacían probablemente los mayores creían que estaban ejerciendo la “violencia legítima” pero lo cierto es que al Cuervo no había quien le quitara el miedo.

Desde entonces pensaba que, al menos en lo que se refiere a promover usos y costumbres, el recurso a la intimidación resulta una estrategia equivocada. Por eso ahora estaba tan de acuerdo como sorprendido ante lo que acaba de leer en el último número de Grial. Un lingüista de la categoría de Henrique Monteagudo ayudado por el polifacético activismo de Antón Reixa se atrevían a negar que el conflicto sea un hecho absolutamente inevitable en toda situación de bilingüismo social. Y le daban nombre incluso a una nueva estrategia:  bilingüismo restitutivo frente a bilingüismo substitutido. El objetivo sería más restituir a la lengua desvalida lo que le falta para su pleno desarrollo que el anular a la que le hace competencia.

Lengua y genes

En estas reflexiones andaba ocupado el Cuervo cuando lo despertó un estampido. Estaba en Campo Lameiro, en la más alta rama de un carballo y por el horizonte se veía llegar el amanecer. Durante un cierto tiempo permaneció en el árbol confuso y aturdido. No sabía si la experiencia del día anterior que todavía le tenía asombrados los ojos y la mente también había sido un sueño. Porque allí hace más de dos mil años sobre la dureza del granito alguien había esculpido un código misterioso. Un laberinto de círculos, óvalos y espirales. De ciervos, serpientes y estilizados caballos con jinetes a la grupa. Alguien había querido decirnos algo pero nadie sabía descifrar aquel mensaje.

A lo lejos oyó el cuervo como unas gaitas alegraban la mañana. La Alborada de Veiga sonaba una vez más como un símbolo de aquello que pudo ser y nunca fue. Corvus se dio cuenta de que aquel era el día en el que Galicia festejaba a su Patrón. Encendió el Ipad y pudo ver en la tableta como la tecnología ultramoderna de la Voz había sido capaz de grabar su sueño casi textualmente. Se ruborizó pero pronto sonrió y siguió leyendo. Se enteró de que la Xunta de Galicia había concedido su más alta distinción al ILGA y a Ángel Carracedo. A la lengua y a los genes. Después de todo, pensó el Cuervo, aquello de lo que estamos hechos.

Se dio un baño en un regato y volvió rápido a los petroglifos. El Cuervo nunca se rendía.