Doktor Pseudonimus
El último zaguán terminaba con un interrogante: ¿Por qué nos divertimos cuando practicamos un deporte? Y ahí les va una primera pista. El ser humano es un animal que ha traspasado las fronteras del celo que es el tiempo y el suceso en el que el resto de los animales suelen divertirse. Por eso cuando se acaba el “nec otium” tiene que inventarse algo en que se ocupen sus sentidos, sus afectos y su cuerpo. Porque el vacío del ocio lo experimentamos como aburrimiento. Y en el fondo de ese vacío nos vemos a nosotros mismos como seres irrelevantes. Y una forma de combatir esa irrelevancia consiste en la práctica de un deporte. Compitiendo podemos sentirnos felices o desdichados pero al menos nos reconocemos como protagonistas de nuestra propia vida. Mediante el esfuerzo y la habilidad corporal, pero también a través de lo que es más propio de los juegos: el azar. Y en ese asunto, como en tantos otros, el lenguaje es más sabio que nadie. Porque llamamos jugadores a quienes practican futbol, rugby, baloncesto, tenis, hockey o wáter polo. Pero no lo decimos de quienes pedalean bicicletas, levantan pesas, lanzan jabalinas, corren maratones o baten records en piscinas. En el último zaguán ya hemos visto que esa dosis de azar lo aporta el uso de la bola. El objeto con comportamiento más impredecible en toda la naturaleza inanimada. Pero por debajo de todo eso hay algo más profundo. Porque el juego es algo previo a la cultura. No hace falta haber leído el Homo Ludens de Huizinga para saberlo. Los animales no esperan a que los humanos les enseñen a jugar. Quien tenga o haya tenido perros en su entorno bien lo sabe. Nada más nacer los cachorros se mueven sin cesar. Se buscan unos a los otros. Emiten ruidos que aún no son ladridos. Simulan estar enfurecidos y se lanzan a las orejas de sus hermanos pero cuidando de no hacerles daño. Aprenden a vivir jugando. Visto desde esta perspectiva el asunto no consistiría tanto en preguntarnos por qué nos divertimos jugando sino por qué tanta gente deja tan pronto de jugar. Una cuestión relacionada con la represión de la vida instintiva y que, por razones obvias, no podemos tratar aquí. Una madre sale a pasear con su hijo más pequeño. Lo lleva de la mano. Pero de vez en cuando el niño se libera de la mano protectora. Sigue caminando junto a la madre pero, de repente, y sin saberse bien por qué, decide complicar la marcha dando un salto. O se aleja de la madre correteando de un lado para otro como si buscase alguna cosa más ¿Por qué sucede eso? Pues porque “se lo pide el cuerpo”. Bien lo sabían los griegos. El “gimnasion” fue la institución educativa clave en la que se enseñaba la retórica, la gramática y las destrezas deportivas. Y la belleza corporal “gymnos” significaba estar desnudo. A la biblioteca solo se accedía después de un baño relajante.
Pero después y durante más de treinta siglos la humanidad se olvidó de que el ser humano tenía un cuerpo. Y los que se acordaron solo lo hicieron para condenarlo y flagelarlo. Hasta que la clarividencia de las universidades anglosajonas- Eton, Oxford, Cambridge- se da cuenta del valor que para la formación del carácter tiene el esfuerzo corporal. Un esfuerzo que en el “sport” se reviste de una estructura cultural que permite su reglamentación. Así aparece el “terreno del juego”. Un lugar concreto y cerrado. En el deporte el jugar crea un orden: El “fair play”. Y la percepción de una belleza. Hubo precursores, claro está. En pleno siglo XIV, Francesco Petrarca sube hasta la cima de Mont Ventoux. Y lo hace según dice “sola videndi cupiditate ductus”- Llevado solo por el deseo de ver. Y Burkhard ha dicho que en ese día Petrarca inventó al mismo tiempo el Renacimiento… y el alpinismo.
Y antes de poner punto final aún nos queda una cuestión: el fenómeno del footing. Caminar varios kilómetros cada día se ha convertido en una obligación casi universal. Para jóvenes o viejos, gordos o flacos, sanos o tullidos. Movidos no tanto por el disfrute como por el carácter saludable que ha recaído sobre el hecho de moverse. En la ciudad en la que estoy escribiendo el paseo marítimo y el dique de abrigo se han convertido en concurridos espacios cardioprotectores. Cuando en 1992 el alcalde Paco Vázquez concluyó el paseo marítimo abrió la ciudad a la belleza incomparable de la bahía y del océano. Pero al mismo tiempo y acaso sin saberlo, inauguró un templo para la cardioprotección. Y escribo templo no solo porque salud y salvación compartan raíz etimológica, pero quien quiera saber algo más ha de esperar al próximo zaguán.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Juego, luego existo»