El último zaguán terminaba abriéndose a un interrogante. Si para llegar a ser lo que podemos ser tan importantes son la lectura y la cultura ¿cómo se explica que haya tanta gente que no ha leído un solo libro en toda su vida? Ayudándome en una sugerencia de George Steiner voy a intentar contestar esa pregunta. Sabemos de la necesidad que tenemos de comer porque tenemos hambre. De la de beber porque tenemos sed. De la de hacer el amor porque tenemos líbido. Con menor precisión la propiocepción de nuestros músculos nos informa sobre la conveniencia de movernos y la termorregulación de la de calentarnos cuando tenemos frío. Pero nada hay en nuestro interior que nos informe sobre la conveniencia o la necesidad que tenemos de leer un gran libro, de escuchar una gran sinfonía, de admirar un gran cuadro. De emocionarnos ante un gran poema o de ensimismarnos con un gran texto filosófico. Sólo lo sabemos «a posteriori». Después de haber gozado o sufrido la experiencia.
Bien mirado resulta un tanto extraño este silencio del gran beneficiado de la experiencia cultural, el cerebro. Porque lo cierto es que cuando leemos a Rilke, escuchamos a Bach, tocamos el piano, resolvemos crucigramas o «sudokus», jugamos al bridge o al ajedrez, estamos beneficiando nuestro cerebro. Leer con atención, pensar con rigor, gozar o sufrir como es debido son tareas que estructuran y reorganizan el cerebro. Las neuronas no aumentan su tamaño ni se multiplican ni son sustituidas por hijas más jóvenes y listas. Pero mejoran sus sinapsis y las redes que las conectan entre sí. La información entra y sale con mayor nitidez y llega a sitios a donde antes no llegaba. Somos escultores de nuestro cerebro. El señor de Montaigne dejó escrito que a partir de los cuarenta años todo hombre es responsable de su rostro. Otro tanto podría decirse de su cerebro.
Sin apenas darnos cuenta el discurso se nos ha ido escapando hacia el campo de la autodenominada neurociencia. Aún a costa de ser tachados de retrógrados o espiritualistas trazamos la línea roja. El cerebro es una cosa y la mente otra bien distinta. Abandonamos sinapsis y neuronas y volvemos a lo nuestro. A la experiencia de leer. Una cosa ya tenemos clara. De esa lectura que hemos dado en llamar cultural o transformadora no se puede decir que sea algo «que nos lo pide el cuerpo». También está claro que si la motivación inicial no nos nace desde dentro tendrá que llegarnos desde fuera. Necesitamos intermediarios. Hasta hace poco tiempo el instrumento principal de esa intermediación fue la educación. Cómo y por qué la educación se ha vuelto a sí misma iletrada es asunto importante pero que no puede ser tratado aquí. Sí trataremos, aunque sea brevemente, de las condiciones necesarias para que la experiencia se produzca. En el Fedro, Platón hace decir a Sócrates que las palabras son como semillas. La metáfora da pistas para acceder al núcleo duro de la cuestión. Porque para que la semilla fructifique poco importa quién sea o de dónde venga el sembrador. Lo que importa es que el arado abra la tierra. Y que en el fondo del surco el calor y la humedad acojan la semilla. También en la lectura el movimiento inicial consiste en un abrirse. En recibir las palabras como la tierra recibe a las semillas. O como recibimos a un amigo largamente deseado. Vuelvo a Steiner. Hay que abrir puertas y ventanas, poner en la mesa un mantel nuevo y descorchar un vino viejo. Acaso también hacer vibrar el aire con la hermosura de un allegretto. Y salir al encuentro. El corazón y los brazos dispuestos al abrazo. Después sucederá lo que tenga que suceder. Porque la lectura es un placer, pero un placer difícil.
Ahora la pescadilla se muerde la cola. Volvemos al principio. Seres incompletos pero también oscuros para sí mismos. Necesitados de experiencias que nos completen pero también de alguna luz que nos ilumine. Después de haberlo escrito lo leo en Harold Bloom el gran pope del canon literario: «sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo», ¿por qué será así? Pues probablemente porque la vida está compuesta por experiencias fragmentarias. Y el yo es único. La propia vida personal sólo puede ser entendida si puede ser estructurada como un relato. El mayor placer de la vida, dice Borges, consiste en poder ser contada. También para eso sirve la literatura. Para leernos y contarnos a nosotros mismos. Para que en nuestra biografía llegue un momento en que podamos decir eso que casi como un desafío dice Don Quijote: «yo sé quién soy». Ese momento en el que ¡por fin! tomamos posesión de nosotros mismos.
Y aún nos queda pendiente el tema de la soledad. «¿cómo llenarte soledad si no es contigo mismo?» dice un verso de Cernuda. Compañera casi única del último tramo de la vida. Porque la vejez es algo así como una oquedad. El hueco que se produce cuando van huyendo de nuestra vida afanes y trabajos, afectos e ilusiones, pulsiones y deseos. Nada lo define mejor que un verso de Mallarmé: «la chair est triste helás! et j’ai lu tous les livres». La carne está triste y ¡ay! ya he leído todos los libros. Pero lo cierto es que siempre quedan libros con los que seguir viviendo nuevas experiencias y avatares. Ese es el mensaje y la receta: «Nulla dies sine littera», ningún día sin al menos unas letras. Siempre un libro al alcance de la mano. En el tren, en la sala de espera, junto al sofá de la siesta, en la mesilla de noche. En la cabeza y el corazón. Y no se olviden de una cosa. Hubo un tiempo en el que en los Estados del Sur de la primera Norteamérica enseñar a leer a los esclavos era un delito grave. Hoy como ayer. Eso son y seguirán siendo los grandes libros: ventanas abiertas al viento de la libertad.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Por qué y para qué leemos (3)»