«En la docencia todo lo que no es erotismo,
es burocracia». M. Sánchez Salorio
«Se nota que unos disfrutan dando clase y otros no». Ese era el distingo con el que, en el último Zaguán, un alumno de primer curso diferenciaba a los buenos de los malos profesores. Y de ahí saltaba inevitable la pregunta: ¿En qué consiste, de donde le viene a la lección esa posibilidad de ser disfrutada? Me van a permitir intentar contestar esa pregunta recurriendo a la experiencia personal. Entorno los ojos y miro hacia adentro y hacia atrás. Tan atrás que por los pliegues de la memoria emerge enero de 1948. Segundo curso de carrera. Entre unas cosas y otras llevábamos ya casi año y medio instalados en la Edad Media. Todos los días en el aula una hora de Anatomía Descriptiva casi como la había dejado Andrea Vesalio. Y después, también todos los días, otra hora disecando los brazos, piernas y cabezas que a primera hora de la mañana un solicito bedel trasladaba desde las obscuridades del depósito de cadáveres al mármol impoluto de las mesas de técnica anatómica. Pero al volver de Navidad, el panorama cambió de repente. Recién estrenado catedrático apareció Ramón Domínguez. Venia de Madrid y aún no había cumplido treinta años. Era flaco, huesudo, nervioso y patilargo. También era, según decían, hijo de un catedrático de latín. Llegaba a clase siempre puntual. Subía a la tarima y se sentaba informal sobre la gran mesa que presidia el aula. Fumaba sin parar mientras explicaba y, gran novedad, nos preguntaba sobre lo que acababa de decirnos. Pero no sólo explicaba con palabras. Movía las manos con una expresividad sólo comparable a las de Marcelo Mastroianni. Nunca le vi proyectar una diapositiva. De vez en cuando cogía una tiza y se iba al encerado. Explicaba fisiología, la ciencia de la vida. Frente a la quietud de la anatomía allí todo se movía. Al oírlo veíamos circular la sangre, latir el corazón, excitarse las neuronas. Y a la hipófisis dirigiendo y controlando la tempestad de las hormonas. Pero sobre todo lo veíamos a él. Veíamos, sin darnos cuenta, a una inteligencia en movimiento. En el fondo, el espectáculo, era él. La seducción funcionó a tope. Las dos alumnas que había en mi curso – créanmelo, en mi curso sólo había dos alumnas – se enamoraron de D. Ramón. Y fuimos muchos los que, acaso sin saberlo, nos dijimos: yo quiero ser como es ese señor.
El «caso clínico» queda expuesto ahí para que cada uno pueda deducir lo que le plazca. Pero quien durante mucho tiempo ha disfrutado dando o recibiendo lecciones magistrales se resiste a poner sin más punto final. ¿Qué es lo que hay dentro de la gran lección para que resulte seductora? Ahí les va una hipótesis.
Para resultar «interesante» la lección ha de ser construida tal como la preceptiva aristotélica exigía para la obra teatral: exposición, nudo y desenlace. A partir de unos datos en sí mismos confusos, el atrevimiento de las hipótesis y la eficacia de los métodos van haciendo surgir una evidencia. Ese movimiento, ese vaivén entre dudas y certezas constituye el pathos de la lección. Lo que le mete un no sé qué de drama y espectáculo.
Y ¿qué tiene todo esto que ver con el erotismo? Pues resulta que nadie disfruta exponiendo ese pathos personal a las paredes de un aula desierta. Hace falta el otro, los otros. De algún modo el verdadero docente padece esa «sed de otredad» tan bellamente descrita por Octavio Paz en los amantes. Porque sucede que la palabra de quien habla en la lección no sólo abre ojos y oídos en quien la escucha. Penetra y transforma. Empreña. Ya Montaigne nos dijo que el alumno no es una botella vacía que llenar sino un fuego que encender. Eros es el dios de la curiosidad y de la comunicación «caliente». De las lecciones no decimos que sean algo que se «dice» sino algo que se «da». Erotismo se usa aquí como metáfora de esa donación. Pero sin olvidar que lo que entre sí se dieron Sócrates y Alcibíades, Abelardo y Eloísa, Heidegger y Hanna Arend dista mucho de haber sido sólo una metáfora. Fue un incendio.
Quizás algún lector preguntará: si las cosas son así ¿por qué la lección magistral es hoy un género casi unánimemente desahuciado? Le contestaré trayendo aquí un comentario de Ramon Trías Fargas leído hace ya algunos años. Dice así: yo tenía un profesor en América que me dijo: «las lecciones magistrales tienen que acabarse». Y yo le contesté «claro es mejor un seminario». Y él me aclaró: «No es eso. Es que uno no puede dar lecciones magistrales todos los días».
Algo tan sencillo y evidente como al parecer, difícil de entender por los «expertos».
Descargar pdf, La Voz de Galicia, «Lección y disfrute en la universidad (II)»