«Aun por venir era hora de yantar
Salliense los donzelles fuera a deportar,
Comenzaron luego la pellota a jugar»
Libro de Apolonio, hacia 1250
Fue hace apenas unos días. En “O Miradoiro da ciencia” Jorge Mira, catedrático de Electromagnetismo en la USC, daba cuenta de un estudio sobre el fútbol. Y resaltaba dos cuestiones. La primera era que el fútbol representa el 1´5% del PIB español. La segunda era que los autores del estudio achacaban el éxito del fútbol como fenómeno de masas al carácter impredecible de sus resultados. Que, por poner un ejemplo, la Real Sociedad pueda golear al Real Madrid o que el Deportivo haya podido eliminar al Milán superando un previo 4-1 en contra. Esa sería entonces la cuestión: ¿qué es lo que hace que eso sea posible? Como siempre ocurre conviene iniciar la indagación haciendo una breve excursión por el lenguaje. Y resulta que llamamos jugadores a quienes practican el fútbol, el baloncesto, el hockey o el golf. Pero no lo decimos de quienes corren maratones, levantan pesas, lanzan jabalinas, bracean en piscinas o pedalean bicicletas. Todos hacen deporte, todos son deportistas, pero unos juegan y otros no. ¿Y de dónde les vendrá esa distinción? Ahí les va una hipótesis: son juegos aquellos deportes en los que además del esfuerzo y la destreza interviene en mayor o menor medida una dosis de azar. Aquellos en los que, al menos en algunas ocasiones, el triunfo puede deberse al hecho de haber tenido “suerte”. Si se admite la hipótesis ahora habrá que preguntarse: ¿cómo puede introducirse el azar en un deporte sin que se note demasiado? No, claro está, en su reglamento. El reglamento está hecho para que siempre ganen quienes lo merecen. Es lo más justo pero si siempre fuese así el espectáculo resultaría muy aburrido. Algo hay que hacer para que siempre pueda saltar la sorpresa, y mantenerse la ilusión. Volvemos al lenguaje: foot-ball, basket-ball, base-ball. Siempre una bola. Bola grande cuando se maneja con los pies – futbol, rugby – o con las manos: baloncesto, waterpolo, voleibol. Bola pequeña cuando se golpea con un instrumento: tenis, hockey, golf, ping-pong. Resulta pues que llamamos juegos a aquellos deportes en los que anda por medio brincando y rebotando una bola. La bola. Esa fue la gran invención para introducir en el deporte una dosis de azar que haga posible la emoción de la sorpresa. Recuerden Match – Point de Woody Allen. Aquella pelota en la cresta de la red dudando entre caer de un lado o del otro… Bien mirado no deberíamos extrañarnos demasiado. Porque si exceptuamos a los seres vivos no hay en toda la naturaleza un objeto cuyo comportamiento sea más difícil de predecir que el de una bola en movimiento. Tanto es así que cuando queremos convocar al azar en estado puro recurrimos a hacer rodar una bola. Es lo que ocurre en el juego de la lotería y en el de la ruleta. Después de dar vueltas y más vueltas en el bombo nadie puede predecir que bola será la que encontrará la salida. Como tampoco podemos predecir la casilla en que acabará deteniéndose la bola puesta en movimiento por los dedos del croupier. Llegados a este punto algún lector podrá objetar: ¿y los dados? Porque los dados no son bolas y sin embargo son el símbolo más frecuente del azar. Los dados son cuadrados pero ruedan. Funcionan como bolas pero si lo fuesen realmente se saldrían de la mesa. Pero se admite la objeción que nos lleva a otra excursión por el lenguaje. Porque resulta que al juego de los dados los romanos le llamaron Alea y de ahí viene aleatorio. Y a la cara del dado los árabes le llamaron Zahr de donde pasó al romance francés como hasard, azar.
Pero no sólo botan y rebotan las bolas. También lo hacen las palabras. Vean como ejemplo lo que ocurre con el término “deporte”. Deporte es una clonación del inglés “sport”. Como casi todo el vocabulario deportivo de la modernidad. Sport nos llega desde la Gran Bretaña de mediados del Siglo XIX. Es entonces cuando el genio anglosajón redescubre la capacidad educadora del esfuerzo corporal y de la competición. Lo sabían los griegos y ahí están los Gimnasios o los Juegos en Olimpia o en Corintio. Pero son los colleges y las universidades inglesas los que los reinventan y los adaptan a las necesidades y valores de la sociedad nacida de la primera revolución industrial. Los cachorros de la clase dirigente del Imperio forjaron su carácter y endurecieron sus músculos en los campos de Eton, Oxford o Cambridge. La dureza del esfuerzo físico, la ética del fair play y esa aura de distinción que siempre adorna a lo superfluo frente a lo que solo existe por ser útil o absolutamente necesario. Eso fue el Sport. El anglicismo pronto hizo fortuna en castellano. Ser un “Sportman” tenía glamour. Sonaba a moderno, a chic. Alguien diría hoy que funcionaba como “trendy topic”.
Siempre pensé que la voz deporte fue un neologismo inventado para echar a sport fuera de la lengua. Algo similar al intento fallido de llamar balompié a lo que se siguió llamando fútbol. Pero ahora me entero que el verbo deportarse ya está en Berceo significando divertirse, y que a mediados del siglo XIII el Libro de Apolonio nos cuenta que justo antes de comer unos doncelles salieron a las afueras de la ciudad para “deportarse” jugando a la pellota. También la lengua hace deporte. Las palabras son las bolas con las que juega, sorprende y se divierte. Un juego que también a nosotros nos ilustra, divierte y enriquece.
N.B. Sobre el hecho de que el fútbol constituya el 1.5% del Producto Interior Bruto, advertiré al lector que esa expresión es un tecnicismo. En el que el adjetivo bruto no tiene mucho que ver con el verbo embrutecer. Pero habrá que andarse con cuidado porque en la mutación de sport en deporte no sólo se cambiaron unas pocas letras. También lo hicieron estilos, costumbres y valores y nunca se sabe dónde una mutación se detiene.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Sobre bolas, juegos y palabras»