La cría del porco celta no le daba más que pérdidas. Pero en las boutiques superexclusivas los yogures ecológicos “Young forever” se vendían como imparables objetos de deseo. Agapito ironizó: ¡tanto andar añorando e inventándose identidades y ahora resulta que es mucho más rentable intentar aliviar arrugas que ofrecerle a la gente poder comer lo mismo que comía Breogán! Pero el saldo económico resultaba más que favorable. Tanto que por primera vez en su vida Agapito Muradano se había concedido un mes sabático. Y en ese disfrute andaba ahora metido. Era mediodía, no se veía ni una nube y el sol se entretenía jugando a inventar espejos en la tersa superficie del océano. Estaba en el Tira do Cordel sentado ante una lubina a la espalda recién llegada del mar. Los jugos y el olfato le anunciaban el festín pero por su mente circulaba incordiando una objeción. Por aquellas latitudes al peixe que ahora tenía ante sus ojos siempre se le había conocido como robalo o robaliza. Y a Agapito no le gustaba que por moda o conveniencia se despojase a las cosas de su nombre. Desconfiado como era pensaba que se empieza cambiando el nombre de una cosa y se acaba pervirtiendo su sustancia. Pero bastaron dos bocados para ahuyentar esas dudas casi metafísicas. Lubina o robaliza daba igual. Con ritmo y actitud ceremoniosa Agapito fue dando buena cuenta del manjar. Y ya empezaba a sentir los beneficios del licor de guindas obsequio de la casa cuando decidió poner punto final al festival fumándose un habano. Ya tenía el cigarro entre los dientes y encendida la llama del mechero cuando se detuvo de repente. Se acordó de que vivía en un país ya tan avanzado que bajo techo sólo se podía fumar impunemente en las cárceles o en los psiquiátricos. Y aún andaba dándole vueltas a ese extraño privilegio de rateros y dementes cuando dos personas se acercaron a su mesa. Un hombre ya mayor y una mujer joven. Dijeron ser alemanes y que llevaban allí casi dos semanas. Tenían el encargo de filmar un cortometraje sobre la Costa de la Muerte. El guion hablaba de tragedias, naufragios, cementerios, viudas enlutadas y niños huérfanos corriendo descalzos por las calles. Agapito esbozó una sonrisa. La joven percibió su escepticismo. De su mochila sacó el manual de instrucciones y leyó: “Teño medo d´unha cousa que vive e que non se ve”. Y aún le dijo: eso es lo que nos dicen que tenemos que filmar. Pero no lo encontramos por ningún lado. Agapito pensó: sólo falta que también les hayan pedido que filmen la saudade o la santa compaña. Pensó en decirles que esa Galicia hacía mucho tiempo que había dejado de existir. Pero no resistió la tentación de lucirse ante la joven. Ese miedo, le dijo, forma parte del imaginario de la Galicia del Interior. La que mira para adentro. Y aquí estamos en la Galicia del Mar. La que mira para afuera. La tierra y el mar son dos mundos y dos troqueles diferentes. La tierra es tranquila, sensata y predecible. Exige cuidados y una larga paciencia. La que va desde que se siembra hasta que se cosecha. Pero al final siempre da sus frutos a quien la cultiva. El mar sólo se los da a quien se atreve a arrebatárselos. Como un dios antiguo es a la vez cruel y generoso. Da y quita cuando y como quiere. Tiene mal carácter. Salir a pescar cuando anda encabritado es una proeza más que peligrosa. Y naufragar forma parte de ese juego. En el imaginario heroico de los hombres del mar es un riesgo asumido. Agapito intentó explicárselo a la joven contándole una vieja cantiga mariñeira que muchos años antes la había oído en boca de Santiago Lamas, siempre tan sabio como buen psiquiatra. Entornó los ojos, estrujo la memoria y le fueron llegando las palabras:
“Son da beiriña do mare
son da terra e non o son
sei onde teño a casiña
pero o camposanto non”
Y aún añadió una sentencia de Castelao: ¡que mellor leito para un mariñeiro que o fondo do mar!
La alemana cerró los ojos y permaneció largo tiempo ensimismada. En la mirada de la joven Agapito creyó percibir una melancolía que antes no tenía. Se le acercó y le dijo al oído: “run away to sea”. Huye hacia el mar. Era así como los ingleses del Imperio despedían a sus hijos. Cuando llegaba el momento de abandonar el hogar familiar para iniciar la aventura de una vida propia y personal. Como buscando algo la joven miró fijamente a los ojos de Agapito. Sin saber bien por qué Agapito se acordó de Borges y susurró: Está en las Escrituras; salmo 106, 24-26. “Los que bajan en sus barcos al mar, los que comercian en las grandes aguas, esos ven las obras de Dios y maravillas en el abismo”. Siguió un largo silencio. La joven lo rompió diciéndole al hombre ya mayor: puedes regresar cuando tú quieras. Yo me quedo a vivir en Finisterre. Para siempre. Agapito sintió como un vuelco en su corazón. Respiró hondo, se puso en pie, cargó en su espalda la mochila de la joven y casi temblando acarició su mano. Sin decirse una palabra las manos se fueron apretando hasta hacerse daño. Y así, cogidos de la mano, salieron en silencio del local. Se fueron a la playa y allí estuvieron hasta que el sol decidió poner punto final al día zambulléndose, allá a lo lejos, en el confín del mar.