Continuación
Su propio e incontenible crecimiento ha convertido a la Universidad en una Mega-Multiversidad. Ante esa situación nos preguntábamos en el último zaguán cual podría seguir siendo todavía la seña de identidad clave que permita legitimar a una institución como universidad. Tenemos dos opciones. Una sería recurrir a quienes administran las cosas. Expertos, gestores, políticos, incluso rectores. Ellos son los que tienen los datos y el poder. Visto desde fuera el panorama podría resumirse así: los rectores se quejan, los políticos responden con leyes y decretos. Puro Lampedusa: “si vogliamo che tutto remanga como è, bisogna que tutto cambi”. Que todo cambie para que todo siga igual. Da la impresión de que también aquí lo urgente dificulta la percepción de lo importante. La otra opción sería detenernos a escuchar a quienes indagan sobre los fundamentos y el sentido de las cosas. Los que son capaces de ver en ellas lo que en primera instancia no se ve. Porque podría estar sucediendo en este asunto lo que tan bellamente dijo Jünger: “los que ven no actúan, lo que actúan no ven, ese es el principio de toda decadencia”. No sería extraño. Nunca ha sido fácil cumplir a la vez las dos funciones. Recuerden el exabrupto de Ortega: “o se hace política o se hacen definiciones o se calla uno”. Y resulta que en este asunto los encargados de hacer definiciones, los filósofos, llevan mucho tiempo extrañamente callados. Quizás la última gran definición de Universidad haya sido la de Karl Jaspers. Universidad es “la realización en comunidad de la determinación básica del hombre hacia el conocimiento”. Suena bien. Al oírla los universitarios nos sentimos halagados. La autoestimación se dispara y el ego lo agradece. No es para menos: ¡un conjunto de bellas almas dedicado por vida y en exclusiva al conocimiento desinteresado! El único inconveniente de esa definición es que no es cierta: Históricamente nunca ha sido así. Sócrates adoctrinando jóvenes en el Ágora o Platón teorizando sobre las Ideas en los jardines de Academos son ejemplos egregios de esa determinación básica del hombre hacia el conocimiento. Pero no son fundadores de universidades. Nuestro origen es mucho más humilde y contingente, mucho más ligado a necesidades y circunstancias históricas.
Las Universidades nacen a comienzos del XII cuando se derrumba la sociedad feudal y aparecen las necesidades de una incipiente sociedad civil. El fenómeno social más relevante de la época es: el transvase de la vida cotidiana desde el ámbito rural a los núcleos urbanos. Ese mismo proceso es el que explica el declive de las escuelas monacales y el auge de las que funcionaban alrededor de la catedral. El monasterio es rural: esta medio perdido en el fondo de un valle, tiene reglas estrictas, trabaja la tierra – ora et labora – y está cercado por murallas. La catedral se levanta en el centro de la ciudad y tiene sus puertas siempre abiertas. Las escuelas pronto se van a contaminar de lo que es más propio de la ciudad: el trasiego de las gentes y la libertad. Esa misma libertad es la que hace que una tras otra las escuelas se vayan escapando de la autoridad episcopal. Al menos de facto también ellas pasan a formar parte de la incipiente sociedad civil.
Pero el éxito de las primeras universidades deriva también de una condición que conviene recordar: Nacen especializándose. Cada una hace lo que puede y enseña lo que sabe. Teología y filosofía en París. En su “Dialéctica” y en “Sic et Non” Pedro Abelardo proclama la supremacía de los argumentos basados en la razón frente a los basados en la autoridad. La “disputatio” se convierte en un género literario. Estudiantes de toda Europa acuden a escucharlo en la colina de Santa Genoveva. Derecho en Bolonia. Porque para ordenar una sociedad liberada de los vínculos del feudalismo lo más rápido y eficaz es recuperar el derecho romano. No en vano Ravena, última capital del Imperio Romano de Occidente, está a pocas leguas de Bolonia. Medicina en Salerno. Porque es allí donde a través de un traficante de drogas y especias orientales – Constantino, el Africano – llega a Salerno el saber médico de los árabes. Humanidades en Oxford. ¿Para qué sirven las humanidades? Nadie lo sabe explicar muy bien. Pero lo cierto es que ahí nace una tradición que muchos años más tarde dará a la Inglaterra del Imperio la mejor clase dirigente que haya tenido país alguno en la historia del mundo.
Ahí está latiendo, ya en el mismo momento de nacer, lo que va a ser la esencia de la universidad. Y si afinamos el oído podremos descifrar lo que expresa ese latido. Eso que late es una especie de contradicción. La que deriva de la necesidad de ser, a la vez, el hogar de dos culturas diferentes. Por un lado la que abre la mente. La que nos permite entender el mundo y con él a nosotros mismos. Si no fuese por el abuso que ha desgastado la palabra aún podríamos llamarla cultura humanista o liberal. Por otro lado la cultura técnica. La que transforma al mundo y nos permite ser eficaces. Pero resulta que la diversidad de saberes y ocupaciones propia de la multiversidad hace difícil, quizás imposible, la síntesis de esas dos culturas. No hay Summa ni Tratado posible sobre el Todo. Si eso es así ¿qué podremos hacer? ¿Habrá que tirar definitivamente la toalla del humanismo en aras de la espectacular eficacia de la técnica? He de confesar que no tengo la respuesta. Pero mientras tanto convendría recordar que toda la historia – y la grandeza – de Occidente ha sido vivir siempre tensionado entre pulsiones y polaridades contrapuestas. Y no olvidar aquel misterioso verso de Hölderlin al que tanto jugo le sacó Heidegger: “Wo aber Gefahr ist, wächst das Rettende auch”. Allí donde está el peligro es donde también crece la salvación. Vayan pensándolo. Volveremos sobre el asunto.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Universidad y profesión (2)»