A la memoria de Juan Rof Carballo
El último Zaguán hacía referencia a la facilidad con que los niños aprenden a hablar. Lo que a los homínidos les costó siglos y más siglos de trabajosa evolución, los niños lo consiguen en apenas dos años. Y para poner punto final al tema les voy a contar una historieta. La encuentro en “Signos en el Horizonte” un libro publicado por Rof Carballo en 1972. Wilder Penfield (1891-1976) un canadiense afincado en USA fue la figura más brillante y creativa en toda la historia de la neurocirugía. Atraído por la fama y la personalidad de Cajal vino a Madrid el año 1924. Durante uno o dos meses – Rof no lo concreta – pudo ver con sus propios ojos las preparaciones histológicas que permitieron el gran descubrimiento: la sinapsis. Sólo Cajal – la imaginación de Cajal – supo intuir en aquellas imágenes lo que los demás no veían. Que las neuronas no transmitían el impulso nervioso por estar pegadas unas a las otras sino que lo hacían a través de unos misteriosos espacios vacíos que después los bioquímicos fueron poblando de substancias transmisoras. Pero Penfield no vino a Madrid sólo. Lo hizo acompañado de su mujer y de un hijo muy pequeño. Para que la instrucción del niño no sufriese deterioro lo matricularon en una escuela anglosajona en la que sólo se hablaba inglés. Para ir desde la casa hasta la escuela y también para el regreso la madre y el niño siempre utilizaban el tranvía. Pasados muchos años siendo el niño ya un muchacho tuvo que aprender español en USA. Y tanto los padres como los profesores quedaron asombrados de la rapidez y de la facilidad con que lo hizo. En aquel tiempo Penfield ya había publicado aportaciones importantes al conocimiento de la neurofisiología del lenguaje. Y pensó que a pesar del tiempo transcurrido y de que el único contacto del niño con el español había sido el que pudiera haberse producido en el tranvía en el inconsciente del niño había quedado alguna huella. Esa huella era la que ahora explicaba esa sorprendente facilidad.
Pero Rof, a mi juicio con mucha perspicacia, añade otro matiz. La experiencia del tranvía resultó tan efectiva porque para el niño resultaba divertida. Y recuerda aquellos antiguos tranvías de Madrid, chirriantes, pintados de colores, llenos de gentes que hablaban jovialmente los unos con los otros. Al subirse al tranvía el niño se encontraba, de repente, con dos juguetes. Uno, el mismo tranvía. Y dentro de él otro juguete: los “mayores” dedicados a un juego no menos intrigante, el lenguaje. Aquí se acaba la historia. Ahora hay que sacar la moraleja o, si lo quieren en más moderno, las conclusiones.
La primera debería ser el reconocimiento de la importancia de la diversión como acicate del aprendizaje. Por si hiciese falta un ejemplo bien próximo tenemos el comportamiento de los niños ante el manejo de los artilugios electrónicos. Los niños los ven como juguetes y aprenden el uso de las aplicaciones del teléfono móvil o de la tableta como en un juego, divirtiéndose. Sucede lo mismo que ocurre con el lenguaje. Los niños aprenden como “nativos”. Sin darse cuenta. Los adultos lo hacemos como “emigrantes”. Como un trabajo. Apuntándonos a algún cursillo.
La segunda conclusión podría ser la conveniencia de no equiparar lo serio e importante con lo aburrido ni lo divertido con lo frívolo o trivial. Error bastante común sobre todo entre docentes. En Carmen Posadas leo que en un programa diseñado para iniciar en la literatura a jóvenes alumnos se propone como obligatoria la lectura de dos novelas de Unamuno: Niebla y San Manuel Mártir. Más parece un plan diseñado para incentivar… el bostezo. Cuando todo el mundo sabe que la curiosidad del adolescente se enciende con el ansia de aventuras o con el morbo de lo pecaminoso. Mi generación aprendió a leer con la Isla del Tesoro y las novelas de Emilio Salgari. Pero antes anduvimos buscando a escondidas en los diccionarios el significado de las palabras obscenas que los mayores nos prohibían pronunciar. Madame Bovary llegó mucho después. Aprendimos a subirnos a los libros como el hijo de Penfield se subía al tranvía: divirtiéndonos.
Después los libros trajeron muchas otras cosas. Nietzsche dejo escrito que la huida del aburrimiento es la madre de todas las artes. No en vano los ingleses llaman “amusing”, algo relacionado con las musas, a aquello que es divertido. El aburrimiento no sólo vacía de contenidos al tiempo sino también a nuestra alma. No sólo vuelve irrelevante lo que ocurre en el exterior sino que nos hace vernos a nosotros mismos como irrelevantes. Créame: en la vida hay dos cosas contra las que siempre vale la pena luchar. Una es el desánimo. La otra es el aburrimiento.
Juan Rof Carballo. Nacido en Lugo adolescente en A Coruña, estudiante en Santiago, viajero en Alemania, médico e intelectual famoso en Madrid. Entorno los ojos y lo veo un mediodía de Agosto coruñés paseando por el Cantón Grande en compañía de su amigo Enrique Hervada. La frente despejada, la mirada profunda, la complexión atlética. Y con un pantalón y unos zapatos blancos pretendiendo darle el aire cosmopolita y “mondaín” que nunca tuvo.