Doktor Pseudonimus
Una historia clínica
En esta mini serie sobre vaqueros está ocurriendo algo similar a lo que sucede con las matriuskas. Esas muñecas rusas huecas que cuando las abres encuentras dentro otra muñeca. La cual a su vez lleva otra, y así sucesivamente. El cuento de nunca acabar. A medida que le hemos ido metiendo el escalpelo al tema de los jeans, han ido apareciendo cuestiones que tiraban unas de las otras. También aquí el cuento de nunca acabar. Y lo que hoy aparece es una historia clínica.
Hace ahora justo medio siglo, atendí en el Hospital un paciente que padecía una retinosis pigmentaria, una enfermedad de origen genético cuyos primeros síntomas aparecen en la juventud. Al principio se produce una pérdida de la adaptación a la oscuridad. Después aparecen alteraciones en el campo visual y acaba produciendo ceguera en ambos ojos. En aquel tiempo la enfermedad no tenía tratamiento eficaz y aún ahora, a pesar de los avances de la genética, sigue sin tenerlo. El paciente era un varón joven, afable, inteligente y con cultura superior a lo común. Creo recordar que era profesor en un instituto de enseñanza media. Cada seis meses lo revisábamos en el hospital y se interesaba en el estado de las investigaciones en ese problema. Pero llegó un tiempo en el que el paciente dejó de acudir a la consulta. Por terceras personas me enteré que el paciente había leído en los periódicos que en Moscú había una clínica en la que curaban la retinosis pigmentaria y que el paciente viajaba con frecuencia a Rusia. Cosa bien insólita para la época pues estamos hablando de tiempos muy anteriores a la llegada de Gorbachov y su Perestroika. Pasaron varios años y el paciente volvió a aparecer en el hospital. Caminaba ayudado por un familiar pues estaba completamente ciego. Venía con ánimo de disculparse pero sobre todo con el propósito de ayudar a constituir una asociación de afectados por retinosis pigmentaria. Para que otros no picasen el anzuelo que él había picado.
Llegados a este punto algún lector se preguntará ¿qué relación puede tener la retina con unos pantalones? Ahora se verá. Nada pude saber sobre en qué había consistido el tratamiento, pues el secretismo se mantenía incluso con los pacientes. Pero cuando le pregunté cómo había sido el trato humano me llevé una sorpresa. Dijo: fantástico. Me convertí en la visita mejor recibida de la clínica. Y sin poder evitar la sonrisa me contó su estratagema. Cada vez que iba a Moscú por debajo de unos pantalones más bien holgados se ponía unos vaqueros muy ajustados. Al llegar a la clínica iba al lavabo, se quitaba los vaqueros y los escondía en un lugar previamente convenido con el joven doctor que lo atendía. El doctor recogía los vaqueros, los metía en su cartera y al terminar la jornada de trabajo se los llevaba para su casa sin que nadie en el hospital se hubiese enterado de la operación. Y probablemente aquella misma tarde invitase a algún amigo para que pudiese ver y tocar con sus propias manos unos jeans auténticos. O posar con ellos ante un espejo. Porque a mediados de los años sesenta eran los jeans para los jóvenes y adolescentes de la URSS y sus satélites el más codiciado objeto de deseo que se pueda imaginar. Supongo que a un lector que no haya conocido el ambiente de la guerra fría no le resultará fácil entender el suceso que les acabo de contar. Que la compraventa de una ropa diseñada para mineros y vaqueros estuviese prohibida en el Paraíso del Proletariado parece una flagrante contradicción. Por su resistencia y baratura hubiese sido de gran utilidad para una población que padecía las escaseces propias de la posguerra. Pero junto a la música pop, los vaqueros se habían convertido en prototipo del «colonialismo cultural burgués anglosajón». Nail Ferguson cuenta que llegó a existir un «delito de jeans». Cuenta también cómo en el Berlín dividido los jóvenes de la zona comunista se atrevían a usar los vaqueros que les hacían llegar sus familiares del Berlín libre, y el enfado que eso producía en profesores, patrones e incluso en policías cuando los veían pasear por la calle. Pero tal como suele ocurrir, las prohibiciones no sirvieron para mucho. Valga como testimonio el que años más tarde dio Regis Debray. Camarada de armas del Che Guevara y después mediático filósofo de la izquierda. Eso fue lo que escribió en 1986: «hay más poder en la música rock, los vídeos, los vaqueros, la comida rápida, las cadenas de noticias y los satélites de televisión que en todo el Ejército Rojo».
En esta historia de unos vaqueros que viajan a Moscú ocultos en las piernas de un profesor coruñés, el lector poco avisado podrá no ver otra cosa que una anécdota más o menos divertida. Pero si aviva el seso y le da vueltas al asunto quizá perciba algo más inquietante. En plena Guerra Fría y en territorio absolutamente hostil, esos vaqueros están escribiendo y afirmando el primer mandamiento de la Teología Neoliberal. La globalización como proceso imparable. Como fenómeno que se escapa al poder y a la voluntad de los hombres.
En la matriuska de los jeans aún nos queda una muñeca por destripar. Lo intentaremos en el próximo Zaguán y les prometo que será el punto final.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Una de vaqueros (3)»