Junto a las patillas y las melenas, el último Zaguán incluía a los pantalones acampanados como uno de los iconos de los años sesenta. Pero Pseudonimus me dice que sólo fue un fenómeno fugaz. Apenas una anécdota. También me dice que ya metidos en materia de pantalones lo realmente trascendente sería discutir sobre los jeans. En su opinión la difusión casi universal de los vaqueros es una prueba más de la hegemonía judía en la civilización occidental. Suena a broma o a manía conspiratoria. Pero he de confesar que nada más oírlo mis neuronas se pusieron a trabajar. Porque desde hace ya algún tiempo esa hegemonía es asunto que no deja de intrigarme. Para muestra valgan tres ejemplos. Si uno repasa la lista de los principales gurús de las universidades norteamericanas, la prevalencia de nombres y apellidos de ascendencia judía resulta apabullante. Lo mismo ocurre en la creación y en la crítica literaria. Y si uno dirige la mirada a la relación de los Premios Nobel lo que se encuentra roza ya con lo escandaloso. Ahí les van datos vigentes en el año 2013. De los ochocientos premios concedidos desde su fundación, ciento ochenta y nueve fueron para judíos. De cada cuatro premiados, uno es portador de los mismos genes que hace varios siglos ya pululaban en el genoma de las gentes que habitaba en Jericó o en las riberas del Jordán y del Mar Muerto.
Todo esto resulta obvio pero ¿qué tendrá que ver esa hegemonía con la difusión «urbi et orbi» de los pantalones vaqueros? El ego narcisista de Pseudonimus se hace de rogar. Deja la pregunta flotando en el aire unos momentos. Se complace en el suspense y después farfulla unas palabras: Levi Strauss, Jacob Davis. Y aún añade: Far West, 1.873. Se niega a dar más pistas. Hay que trabajar con lo que tenemos. Y lo que tenemos son unos nombres propios que cantan por sí mismos. No es preciso analizar su ADN: lo llevan en la boca. Jacob, nieto de Abraham, hijo de Isaac y de Rebeca. El más astuto de todos los israelitas. Por un simple plato de lentejas compra la progenitura a su hermano gemelo Esaú y se convierte en Patriarca. Sus doce hijos serán los jefes de las doce tribus de Israel. Leví, su hijo, será jefe de los levitas. Los encargados de cuidar el templo. Y echándole al asunto una pizca de imaginación aún podríamos sospechar que el apellido Davis pudiese llegarnos desde David. Rey de Reyes. El Ungido, vencedor de Golliat, fundador de Jerusalén, inspirado poeta de los Salmos. Y en colaboración con Betsabé coautor del adulterio más fecundo de la historia. Pues de tal trance nació Salomón y con él el Cantar de los Cantares. El más bello poema de amor que jamás haya sido escrito.
Lo que aquí nació para ser una historia de vaqueros se nos ha ido convirtiendo en una historia de judíos. Cuando estamos a punto de tirar la toalla Pseudonimus decide continuar el juego. Esta vez el acertijo va de cultureta a cultureta. En un inglés que suena a macarrónico, pronuncia seis palabras: «Civilization. The West and the Rest». Nada más oírlo no puedo evitar soltar un exabrupto: ¡Bingo! Porque no sólo reconozco el nombre del autor. Cosa bien insólita, también me acuerdo del lugar por dónde debe andar medio perdido el libro.
Esta vez sí tenemos una pista explícita y fiable. Entre otras cosas porque Niall Ferguson es el historiador británico más interesante entre los todavía activos. Llevados de su mano nos vamos al Lejano Oeste americano. El siglo XIX acaba de cumplir 70 años. En San Francisco encontramos a Levi Strauss. Un emigrante bávaro que tiene una pequeña tienda en la que vende telas y algunas prendas al por menor. En Reno, una pequeña ciudad de Nevada próxima a Las Vegas, Jacob Davis, un lituano de Riga, ejerce como sastre. Ignoramos sus habilidades cortando chaquetas o cosiendo pantalones. Pero hay una faceta que es en la que Jacob fue un auténtico crack. Catorce hijos con cinco mujeres diferentes es una buena marca. Jacob conocía a Levi porque compraba en su tienda las telas que necesitaba para su trabajo. Estamos en el tiempo en que la fiebre del oro vive en California su máximo esplendor. Desde todos los lugares del mundo llegan cada día más y más mineros. El trabajo es duro y dura ha de ser también la tela con que se fabrican los monos y pantalones que usan cuando trabajan. Para eso está el Denim, una mezclilla de algodón que tiñen de azul con índigo. Por eso se llamarán blue jeans. Son cómodos, baratos, resistentes y fáciles de lavar. Pero tienen un grave inconveniente. Los mineros trabajan con herramientas metálicas. Los pantalones han de disponer de bolsillos amplios donde poder alojarlas. La tela resiste pero el hilo no. El peso de las herramientas desgarra las costuras y el bolsillo no puede cumplir su función. Y es entonces cuando vuelve a brillar la creatividad judía. Levi y Jacob deciden reforzar las costuras de los bolsillos con unos remaches de cobre. Capacidad para la invención pero también para su rendimiento económico. No en vano son judíos. Lo primero que hacen Levi y Jacob es patentar el invento. El 24 de marzo de 1.873 les conceden la patente. Ha nacido el primer Levi`s. Y con él se inicia una historia sorprendente. Digo sorprendente porque a finales del siglo XIX ese pantalón era ropa de trabajo para mineros o incluso obligado uniforme para presidiarios en algunas cárceles made in USA. Pero en 1.970 ese mismo pantalón ya conoce medio mundo y puede sentarse en las butacas del más encopetado consejo de administración.
¿Cómo puede explicarse todo eso? No totalmente desde el reino de la economía. Aquí la imaginación –y el que lo desee puede decir el marketing–ha trabajado más con símbolos que con precios y calidades. Y esto es así porque de un modo o de otro el vestido siempre es un lenguaje. La cultura ha hecho que la ropa, además de cumplir su primitiva función de cubrirnos, cumpla también la de “descubrirnos”. De decir a los demás –y quizás a nosotros mismos- cómo somos o cómo desearíamos ser. Y ahora cuando estábamos a punto de llegar a donde queríamos llegar, el tiempo y el espacio piden a gritos poner punto final. ¡Qué le vamos a hacer! Pero será punto y seguido. Y quien quiera saber lo que durante más de un siglo han dicho y siguen diciendo los vaqueros ha de esperar al próximo zaguán.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Una de vaqueros (1)»