A Alfonso Arias Puente, compañero
de muchos viajes y de algunas fatigas
Manhattan, quinta avenida, acera izquierda según se va desde San Patricio hacia Central Park. Al pasar frente al magasin de Abercrombie & Fitch sobre la puerta principal un letrero advierte al transeúnte: “No entres. Eres demasiado viejo, demasiado gordo y demasiado heterosexual”. De sobra se que cumplo con creces esos tres estigmas pero escritas de ese modo esas palabras me saltan a la cara como una bofetada. Dudo un momento, vuelvo la cabeza y cruzo la mirada con la de quien me acompaña. Percibo una sonrisa de complicidad y… entramos.
Después de casi hora y media de luces y penumbras, de sonidos sincopados y de vendedores-vendedoras adolescentes cuyos cuerpos se mueven como si acabasen de llegar del Lago de los Cisnes salgo de la tienda algo más joven, igual de gordo y empezando a entender cosas y personas hasta entonces no entendidas. Salgo también con dos bufandas y tres pullover que con certeza sé que nunca voy a usar. Quien redactó el letrero sabía bien lo que se hacía. Un insulto bien atemperado puede servir para sorprender y provocar. Y para vender.
Algo parecido sucede en otros ámbitos. El arte contemporáneo ya no se hace para gustar sino para sorprender e incluso para herir. Los cuerpos truncados de Francis Bacon son una bofetada – eso sí, bien impresionante, – a la mirada humana. Lo mismo ocurre en el arte culinario. Los experimentos moleculares de Ferrán Adrià también son un insulto para el paladar. El tufillo suavemente sadomasoquista del letrero de Abercrombie podría indicar que el zoco de la ropa, la moda y el vestido también intenta transitar ese mismo camino.
Sucedió en Nueva York, Quinta Avenida. Cuando un otoño todavía indeciso iniciaba su estación. El último sol del atardecer cubría de oro arces, hayas y castaños. Por la acera, enfundado en un abrigo de astracán, un altivo joven negro apretaba el paso al tiempo que de reojo admiraba su ritmo y su prestancia reflejada en el cristal de los escaparates.
En una esquina una tataranieta de los incas asaba y vendía unas castañas y un anciano venido de no se sabe donde entretenía su tristeza – y acaso también su hambre – tocando un saxofón. Por el centro de la calzada el aullido incesante de ambulancias y coches de bomberos lastimaba los oídos e inquietaba el corazón. Delante de un hotel se detuvo una enorme limousine negra. De ella descendieron primero las piernas y después la ensortijada cabellera de una rubia platino. Me quedé un rato mirando como un tonto mientras a mi mente llegaban palabras venidas de no recuerdo donde. “Las depravadas rubias platino del cine negro, los abrazos tensos de Barbara Stanwick y de Joan Crawford hicieron más por la liberación de la mujer que las movidas de las sufragistas inglesas o las prédicas de Simone de Beauvoir”. Ahora, al transcribirlas me suenan a boutade de D. Francisco Umbral maestro siempre – o casi siempre – en el arte de extraer del magma de la frivolidad algunas gotas de sabiduría.
Otoño, Nueva York, Quinta Avenida. Sólo aquel a quien no le gusta el mundo puede no amar Nueva York.
Fuente: Noticia publicada en La Voz de Galicia en la sección de Sociedad el Zaguán del Sábado del 2 de Febrero de 2013. Doktor Pseudonimus