Manuen Sánchez Salorio
Hace ya tiempo que debería haber puesto punto final a esta minitrilogía sobre pseudónimos y heterónimos. Disculpen el retraso. Dejando aparte el hecho de haber tenido que ocuparme de otros menesteres no fue tarea fácil desenchufar las neuronas del curioso culebrón de Ferraz, 50. Pedro I el Empecinado intentando torear – ellos dicen engañar- a Felipes, Susanas, Patxis Pepiños, Abeles y algún que otro Caín. Y al resto de la nomenklatura de la izquierda no podemófila o todavía no podemizada. Sin muleta, estoque ni currículum. Confiado en su look de “uomo qualunque”. En ese aire de hombre tranquilo y sin aristas, musculado por el basket que un día pasaba por allí, lo invitaron e entrar, le cogió gusto y se quedó. Pero confiando sobre todo en la eufonía de un mantra tres mil veces repetido: No es No. Pero olvidando la vieja sabiduría del Oráculo Manual y Arte de la Prudencia: “El sí y el no son breves de decir pero piden mucho pensar”. No es No pero la aritmética sigue siendo la aritmética. Por lo demás no hay por qué extrañarse. Negar la realidad y echar la culpa a los demás es costumbre tan vieja como el mundo. Ya dijo Bismarck que nunca se miente tanto como antes de unas elecciones, durante una guerra o después de una cacería. Tres cosas de las que en la sede de Ferraz deben de saber bastante.
Llegados a este punto por los aledaños de la conciencia oigo algo así como un susurro. Procopio me advierte que lo que nació como disculpa va camino de convertirse en un panfleto. Y que, una vez más, se quedará fuera del Zaguán. Reclama sus derechos como Alter Ego más antiguo y principal de toda esta historieta. Y tiene toda la razón. Hay que cambiar de chip. Abandonamos las triquiñuelas de la Investidura de nunca acabar y nos vamos a París. Del París de su tiempo dijo Hemingway que era una fiesta que cuando es vivida siendo joven nos acompañará toda la vida. También hubo un tiempo en el que París fue una fiesta para mí. La segunda semana de mayo la Sociedad Francesa de Oftalmología celebraba su congreso anual siempre en París. En la década de los sesenta participar en sus sesiones era una especie de rito de iniciación obligado para cualquier oftalmólogo europeo que quisiera hacer carrera académica. Una función que poco después ejercería la Academia Americana. Pero en los sesenta América nos quedaba muy lejos y además ni teníamos dólares ni sabíamos hablar inglés. Yo tenía un Dauphine y treinta años recién cumplidos. Llegaba mayo, hacíamos las maletas y allá nos íbamos. El centro de la fiesta era La Rive Gauche. Para un españolito de la época, que además posaba en cultureta, el barrio latino era una fuente de sorpresas. Tanto para los sentidos como para el intelecto. Deux Magots y Café de Flore aún no eran cafés para turistas. En Braserie Lipp podía verse a Jean Paul Sartre y a Simone de Beavoir tomando una cerveza. Juliette Greco, siempre de negro hasta los pies vestida, reinaba como musa indiscutible del existencialismo. Yves Montand, el protegido de Edith Piaf emocionaba al personal cantando Le Temps des Cerises. El marxismo era la religión de moda y Sartre su Papa indiscutible. Sólo Camus se atrevía a recordarle el carácter tiránico de toda ideología. L’Express y Combat eran revistas de lectura obligatoria. En plena calle un negro corpulento podía estar besando a una rubia platino más de media hora sin que la gente detuviese el paso para verlo. La Librarie Espagnole y Ediciones Ruedo Ibérico ofrecían los libros que aquí no podíamos comprar. Y por todos lados jóvenes y más jóvenes. Los niños nacidos en el boom demográfico de la postguerra, llegaban ya a la Universidad. El crecimiento económico había permitido alimentarlos pero la Universidad no sabía qué hacer con tanta y tan nueva gente. Un pequeño altercado en Nanterre fue la chispa. Saltó a la Sorbona y la situación explotó. Mayo del 68 fue la revolución más alegre, inteligente y divertida que yo haya conocido. La imaginación al poder. Toda Francia, perpleja, se quedó paralizada. Hubo gritos, porrazos, carreras y adoquines volando por el aire. Pero no hubo un solo muerto. Creo que tampoco hubo un solo “escrache”.
Me doy cuenta de que mi congénita tendencia a enrollarme también esta vez está a punto de dejar a Procopio fuera del Zaguán. Hay que ir al grano. Nos vamos a la Rue de L’Ancienne Comedie. Es media noche, hace buen tiempo, callejeamos sin rumbo, nadie quiere irse a la cama. Hay una edad en la vida en que uno cree que al final de un largo trasnoche siempre ocurre algo. Un encuentro, una aventura, una iluminación, un no se sabe qué. Y al final lo único que suele ocurrir es el ardor de estómago y la cefalea provocados por la copetería variada. Pero esa noche algo sucedió. Sobre una puerta de cristal leí un rótulo: Le Procope. Fue como un flechazo. Con las palabras a veces ocurre como con las personas. Las ves y sin saber por qué empatizas o las rechazas. Luego resultó que Le Procope era un café. El café más antiguo de París. El café de Voltaire y de Rousseau. También el lugar donde Diderot negociaba con el censor Malesherbes permisos y prohibiciones para publicar la Encyclopédie. Las mismas mesas, sillas y paredes que fueron testigo del nacimiento de ese milagro que fue la libertad de pensamiento. Un lugar para hablar. Pocas cosas habrá en el mundo que puedan igualarse a una conversación entre espíritus libres capaces de ironía y sentido del humor. Pero también “Lieu de memoire”. Un lugar donde el tiempo se detiene, reposa y sobrevive alargando la vida en la memoria. Eso quizás sea Procopio. Memoria de esa vida que siempre se pierde al vivir la vida propia. Alter ego. Ese yo que yo hubiera podido ser y que no fui. Peut etre. Podría ser. Nunca se sabe. Y ahora sí, de verdad, fin de la serie.
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