Continuación. La primera parte de este artículo se publicó el sábado.
Durante tres años esa va a ser la gran experiencia. Inglaterra le va a dar a Voltaire justo lo que le faltaba: consistencia intelectual. La Física de Newton, a quien conocerá personalmente, le ofrece un sistema que explica un mundo y un universo regido por leyes naturales e inmutables. Y que le permitirá reafirmar su deísmo. Dios sigue siendo el Ser necesario pero su Providencia ya no es un hada caprichosa que se entromete en lo creado. Por otro lado la lectura de John Locke radicaliza su antiabsolutismo y su obsesión por la tolerancia. Locke ve al Estado como un Juez imparcial elegido por consenso que a todos garantiza la vida, la libertad… y la propiedad. Eso es Inglaterra para Voltaire: Newton y el Habeas Corpus… Y también los comerciantes. Cuando publica su tragedia Zaire no se la dedica a un noble o a un monarca sino a un conocido comerciante y le dice que lo hace «por el respeto que se debe tener por una profesión que constituye la grandeza del Estado». Ese amor y esa admiración pronto serán correspondidos. Voltaire es elegido miembro de la Royal Society de Londres antes de que pueda serlo de la Academie Française en la que una y otra vez lo boicotean los «devotos» del cardenal Fleury.
Vuelto a Francia publica las «cartas inglesas». Por múltiples razones el libro es un escándalo. Sólo nos detendremos en un punto que muestra la habilidad dialéctica de Voltaire. Es el momento en que se ocupa de un asunto de rabiosa actualidad hoy en día en la neurociencia. Cuando pensamos ¿es el cerebro quien piensa o debemos achacárselo a una entidad inmaterial? Voltaire escribe: «soy cuerpo y pienso, eso es cuanto sé». Nada menos que la negación de la existencia y la inmortalidad del alma. Pueden ustedes figurarse el escándalo. Y añade: «el supersticioso dice que por el bien de sus almas hay que quemar a los que sospechan que se podría pensar con la sola ayuda del cuerpo». Parece que se ha negado a sí mismo todas las salidas pero ahora viene la pirueta: «¿Quién se atrevería a asegurar sin impiedad absurda que sea imposible al Creador dar a la materia capacidad de pensamiento y sentimiento? Podrían ser esos mismos los culpables de herejía». De acusado se vuelve acusador. Ahí está el mejor Voltaire. Los jesuitas no lo hicieron piadoso pero la «ratio studiorum» funcionó. Ese era el plan: al principio una fuerte inmersión en la tradición grecolatina y después una y otra vez la obsesión por la elocuencia. La esgrima de los argumentos. Una dialéctica diseñada en la Contrareforma para combatir luteranos y calvinistas y que ahora servía para defender lo que a uno le viniese en gana. La ligereza y desparpajo en el estilo los pone Voltaire pero la mandíbula y el arte de la dentellada se las debe a sus maestros. Pero lo cierto es que la pirueta no le sirvió de mucho. El Parlamento condenó al libro a ser «deshilachado y quemado» por el verdugo en la plaza pública y decretó orden de detección contra Voltaire. Siempre prudente antes de que lo atrapasen Voltaire se escapó al castillo que su amante la marquesa du Châtelet tenía en Cirey en Lorena, muy lejos de París. Madame era culta, regordeta y libertina. Ahí la tienen ante su escritorio traduciendo nada menos que los «Philosophiae Naturalis Principia Mathematica» de Newton. En Cirey Voltaire vivió y gozó durante catorce años.
D. Marcelino Menéndez Pelayo dijo de Voltaire que era el representante del mal en el mundo. Pero al jesuita Jorge Mario Bergoglio quizás le hubiese gustado haberlo conocido.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Sobre salones, piruetas, jesuitas y marquesas (2)