La cadera está triste ¿qué tendrá la cadera? Pues a la cadera le ocurre lo mismo que a las vigas, a los puentes o a los motores. Eso que los técnicos en una sorprendente concesión al decir poético llaman la “fatiga de los materiales”. Porque lo cierto es que somos una especie diseñada para andar a cuatro patas, comer menos y morirnos mucho antes de lo que solemos. Pero allá por el Pleistoceno Medio un homínido tuvo la ocurrencia – y la habilidad – de ponerse y mantenerse de pie. Desde entonces somos Homo Erectus. ¿Por qué tuvo tanto éxito esa ocurrencia? Pues probablemente porque la posición erecta nos permitió ver mejor y a más larga distancia. Esa distancia es el requisito imprescindible para poder pensar. Por eso al Homo Erectus sucedió de modo inevitable el Homo Sapiens. Pero esa osadía de sostenerse y de moverse como bípedos había que pagarla. Y quien la paga es la columna vertebral y muy especialmente la articulación coxo-femoral: la cadera.
Esa imagen del Monarca caminando ayudado en dos muletas puede verse como un larguísimo play-back evolutivo. Como un regreso al Pleistoceno. Gracias a las muletas al cabo de los años volvemos a andar a cuatro patas. Como lo hacíamos antes de aparecer el Homo Erectus. O como, mucho más recientemente, lo hicimos el día en que nos sacaron de la cuna y empezamos a gatear sobre el felpudo de una alfombra.
No es este Zaguán lugar apropiado para impartir lecciones de ortopedia o de filosofía evolutiva. Pero quizás si lo sea para intentar aquello que tanto gustaba a D. Eugenio D´Ors: saltar de la anécdota a la categoría. Vamos a intentarlo. La anécdota todos pudieron verla tanto en las portadas de los diarios como en las pantallas de la televisión. Para ser aliviado de la claudicación de su cadera el Rey vuelve una vez más a lo que el mismo irónicamente llama “el taller”. Y en la puerta de entrada del taller aparece un nombre extraño: Quirón. Clínica Quirón. ¿Por qué ese nombre? El lector culto quizás recordará que Quirón era un centauro activo habitante del Olimpo. Pero incluso si el lector además de culto fuese médico también le costaría mucho trabajo encontrar alguna relación entre el nombre del centauro y un lugar en el que se recomponen caderas desvencijadas.
Eso ocurre porque los médicos hemos situado el origen de nuestro oficio allí donde más nos convenía. En la proeza que entre los siglos VI y V a. de C. unos cuantos hombres geniales realizaron en las costas jónicas del Asia Menor. Fueron ellos los que sacaron la enfermedad del mundo de los dioses para meterla ya para siempre en el de la Physis, el de la Naturaleza. Desde entonces reconocemos a Hipócrates como nuestro padre y al Corpus Hippocraticum como nuestra Biblia. Pero podríamos preguntarnos ¿qué es lo que había antes? Y ahí es donde aparece Quirón. En el abigarrado mundo de la mitología griega es el más sabio y célebre de los centauros. Hijo del dios Cronos y de Filira, hija a su vez de Océano. Un dios que para engendrarlo tomó la figura de un caballo de donde le viene al centauro su doble naturaleza. Pues ese Quirón es quien enseña a Asclepios-Esculapio a curar enfermedades y quien en la Ilíada dice a Aquiles y a Patroclo las hierbas con las que se curan las heridas de la guerra. Ese es nuestro origen más remoto. Una cabeza simbolizando la claridad de la razón y un cuerpo de caballo reivindicando las oscuras fuerzas del instinto. Pero hay en este asunto algo todavía más extraño. El centauro lleva en su flanco una herida incurable: la producida por una flecha de Herakles. ¿Qué quiere decir esa herida? Probablemente esté ahí la enseñanza más profunda del mito de Quirón. Esa herida es la que integra la enfermedad del paciente en la biografía del médico. Clásicamente se admite que la relación del médico con el enfermo tiene un carácter bifronte. Por un lado un aspecto cognoscitivo – conocer la alteración – y por otro un aspecto operativo: corregir lo que aparece alterado. Pero en el mito de Quirón aparece otra dimensión: el médico es “afectado” por eso que conoce e intenta corregir. De algún modo la enfermedad no hiere solo al paciente que la padece sino también al médico que intenta curarla. Padecer juntos, eso es la “com-pasión”
Casi al final de su vida Aristóteles escribió: cuanto más viejo me hago, más amigo me hago de los mitos. Y yo creo que llevaba toda la razón.
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