Por Procopio
Ha habido tantas plagas como guerras en la historia.
Pero tanto las guerras como las plagas siempre cogen a la gente por sorpresa.
Albert Camus, «La peste»
En la tertulia de aquel jueves, Corvus Corax llevaba ya un buen rato complaciéndose en su propia erudición. Con todo lujo de detalles contaba una historia bien curiosa. En septiembre de 1903 larevista satírica británica Punch había publicado una oda supuestamente redactada por un alumno de Medicina y en la que podían leerse unos versos que decían: «Hombres de ciencia que osáis desafiar al microbio en su cubil / escuchad mi ruego fruto de mi agobio / enviadme por favor algún microbio». El ruego resultaba extraño pero tenía un fundamento. Dado el impresionante avance de la microbiología de la época, daba la impresión de que las nuevas generaciones ya no podían nunca descubrir un nuevo microbio. Uno de los contertulios osó poner en duda la credibilidad de esa historia y el Cuervo respondió tajante: página 236 de Civilización, el gran libro de Niall Ferguson. Y aún añadió: catedrático de Historia de Oxford y de Harvard.
Y aún no habían transcurrido nueve meses desde este suceso cuando parecía que alguien muy poderoso había escuchado tan imprudente ruego. El coronavirus covid-19, alias bichovirus, estaba produciendo una pandemia que amenazaba cambiar para siempre el curso, las costumbres e incluso la supervivencia de la humanidad.
«Nihil novum sub sole»
Para Pampinea la pandemia no constituía una novedad. No en vano había vivido como protagonista la pestífera mortandad sufrida en la ciudad de Florencia. La que en Il Decamerone Boccaccio fecha como sucedida «cuando ya habían los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho». Y lo que más entristecía a Pampinea era comprobar lo que ambas pandemias tenían de común. La soledad con la que los pacientes sufrían la enfermedad y la muerte. Todavía hoy conmueve leerlo en las páginas de El Decamerón. «Tal espanto había infundido aquella enfermedad en el pecho de hombres y mujeres que el hermano abandona al hermano y el tío al sobrino y a menudo la mujer al marido. Y lo que es más increíble, los padres a sus hijos como si no fuesen suyos». Ayer como hoy. El aislamiento como única terapia para evitar el contagio. Pero hoy más llevadero gracias a la entrega y la responsabilidad de unos nuevos héroes: los sanitarios.
Palabras y prójimo
Pampinea recordaba cómo hacer ahora siete siglos habían conjurado el tedio y la ansiedad del confinamiento. Diez personas jóvenes –siete mujeres y tres varones– se encerraron en un edificio próximo a la ciudad de Florencia. Con 1a obligación de contarse una historia los unos a los otros durante diez días. Cien historias que aún pueden leerse frescas e ingeniosas como el primer día. Y el experimento funcionó. Una vez más la palabra y la compañía fueron la mejor terapia para la angustia y la soledad. Y Pampinea pensó que también podrían serlo ahora en la pandemia provocada por e1 bichovirus. Y sin pensarlo más descolgó el teléfono y conectó con Corvus Corax. Había que decidir el lugar para la reunión. Corvus se acordó de.lo que dice Platón en el Crátilo. «Para todas las cosas hay una explicación en serio y otra en broma porque también los dioses aman la diversión». Y pensó que la actual pandemia tenía que deberse a la ira de un dios furiosamente enojado. De algún modo la reunión debería tener el carácter de una expiación. Pero Corvus no sabía cómo conseguirlo. Hasta que sus colegas los cuervos cantados por Pondal le dijeron al oído: «Santo Cristo de Fisterra, / santo da barba dourada / dáme forzas para pasar / a laxe da Toruñana». Y no lo dudó ni un instante. La reunión se celebraría en la capilla románica de Fisterra.
La reunión
El inicio de la reunión no pudo ser más pesimista. Filóstrato se reconocía a sí mismo como un melancólico crónico y además había pasado una mala noche. A la invitación de Pampinea respondió escuetamente. «En España todo lo que iba mal, ahora aún va peor». Una maestra a punto de jubilarse le preguntó por los culpables. Filóstrato no gustaba de recurrir a chivos expiatorios pero no rehusó contestar a la pregunta. La pandemia por el bichovirus es una experiencia insólita. Eso quiere decir que hay que aprender a manejarla sobre la marcha. Y además nada tiene que ver con la lucha de clases o con la obsesiva manía de las identidades nacionales, dos asuntos sobre los que las élites políticas seguían discutiendo e insultándose y que la pandemia había convertido en irrelevantes. Pensó en el de la coleta, miró a la cara de la maestra y para concluir le dijo: clase política dirigente, suspenso. Gente del común notable alto.
La tentación populista
Filóstrato había imaginado una coleta y utilizado una palabra. La palabra había sido «populismo». Un joven que llevaba un pirsin en la oreja izquierda y el antebrazo tatuado con imágenes eróticas pidió que alguien le aclarase esa palabra. Un señor ya mayor se puso en pie. Empezó reconociendo que fake news, posverdades, rumores y mentiras apenas camufladas invadían cada día los nuevos medios de comunicación. Y se preguntó de dónde podía venir ese tan descarado y tan venezolano modo de mentir. Dejó pasar un buen rato y concluyó: la tentación populista nace y tiene éxito por dos razones principales. De un lado porque se inventa un enemigo fácil de combatir. Y de otro porque aumenta automáticamente la autoestima del combatiente. Le permite autoengañarse haciéndole creer que está combatiendo por la regeneración de la sociedad. Y además la violencia verbal propia del populista le evita la necesidad de pensar. Ya nos lo dijo Leonardo: «Dove si grida non è vera scienza».
Una palabra clave: la biovigilancia
En el léxico de los expertos cada día aparecía con más fuerza y frecuencia una palabra nueva: la biovigilancia. La vigilancia de nuestra propia vida y muy especialmente la de los demás. Una estrategia en la que Tomás Pueyo, joven investigador de la universidad de Stanford, figuraba entre sus líderes. Se trataba de dotar a los teléfonos de apps específicas. A través de un sistema de radiofrecuencias podíamos detectar si dos personas habían estado juntas. Y si alguna estaba contaminada, aunque una misma lo ignorase. El procedimiento desbordaba el ámbito de la medicina y afectaba al de la privacidad. Algo similar a lo que ya sucedía con las cámaras para detectar la temperatura corporal instaladas en los supermercados o en iocales de diversión. Y de cuyos resultados dependía el derecho de admisión. Tal intromisión en la vida privada era aceptada en plena pandemia, pero Pampinea se preguntaba qué ocurriría cuando se produjese lo que ya se denominaba «nueva normalidad». ¿Cuánta libertad querría –y exigiría– la gente que le fuese restituida? Filóstrato, que era lector devoto del filósofo John Gray, no tenía dudas. «Los que piensan que la autonomía es la necesidad humana más portante se equivocan. La seguridad y la pertenencia lo son tanto o más». Y Filóstrato pensaba que los regímenes con vocaciones totalitarias no desaprovecharían la ocasión y pensó que en eso consistía el nuevo desafío. Porque hasta ahora la mente ilustrada percibía los valores como conceptos absolutos. La verdad, la justicia, la libertad. Algo relacionado con el intelecto. Pero ahora la pandemia los hacía depender de una experiencia emocional. Algo que se elige o se decide en la oscuridad del miedo y del instinto.
«Happy end»
Estaba amaneciendo. Las primeras luces del sol iban, poco a poco, devolviendo a las cosas sus formas y su color. En la mesilla de noche Pampinea reconoció una mascarilla y el botellín del gel desinfectante.
Se acordó de la respuesta que Polícrates da al Rey que le pregunta qué es la verdad. Acaso lo que se sueña. Y decidió seguir durmiendo. Y lo primero que volvió a soñar fue que el Santo Cristo de la barba dourada la miraba sonriente. Y que con gesto picaresco le guiñaba un ojo. Y pensó que, con vacuna o sin ella, el bichovirus acabaría perdiendo la batalla. Y aun pudo oír como, pese a todo, las campanas de la Berenguela anunciaban que Galicia celebraba su fiésta nacional.
Se levantó de la cama. hizo su tabla de gimnasia, se dio una ducha fría, se pintó los labios, recogió su mascarilla y se fue a la Catedral. En la que sus naves estaban a punto de escuchar un himno de esperanza y de agradecimiento. Te Deum laudamus, te Dominum confitemur. Y Pampinea pensaba que la liturgia y el latín podían ser instrumentos útiles contra el sinsentido de la pandemia.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Sobre el bichovirus y otras maldiciones»