Doktor Pseudonimus
Después de mes y medio de vacaciones el fútbol vuelve al tajo. Los estadios han vuelto a abarrotarse y las multitudes a rugir. El variopinto ritual del Gran Desahogo se ha vuelto a poner en marcha. Himnos y canciones, banderas y bufandas, aplausos y silbidos, caras pintarrajeadas. Y, para quienes necesiten emociones todavía más primarias, aún queda el recurso de apuntarse a esa especie de guerrillas urbanas que disfrutan liándose a patadas y puñetazos antes o después de los encuentros considerados de “alto riesgo”. Pero hace ya mucho tiempo que el business futbolero ha rebasado el espacio y el ambiente de los estadios. En bares y en hogares la gente grita y aplaude delante del televisor. Algo parecido sucede en las conversaciones cotidianas, gente que parecía muda ahora no para de pontificar sobre goles, tácticas y fichajes. Y todo esto “urbi et orbi”. En Buenos Aires y en Dubai, en Manchester y en Torrelodones. El fútbol es el ejemplo más exitoso de la globalización de un espectáculo. Quienes dirigen el business han sabido producir y explotar afectos y emociones como se produce y explota cualquier otra mercancía. Como muestra valga un ejemplo. Nada más anunciarse el fichaje de Cristiano Ronaldo, los fans de la Juventus se lanzaron a comprar camisetas con su nombre. Las camisetas habían sido fabricadas en serie y costaban cien veces más que su valor real. En ningún lado consta que los seguidores de la Juventus sean subnormales profundos. Tampoco consta que un solo comprador se haya considerado estafado o defraudado en esa operación. Siempre se supo que “sarna con gusto no pica”. ¡Chapeau!
Pampinea preguntó: ¿cómo puede explicarse semejante éxito? Filostrato sabía que tenía uno de esos días en los que el narcisismo de su ego le exigía al menos diez minutos para el lucimiento. También sabía el alto riesgo de pedantería que eso suponía, pero quería complacer a Pampinea. Asumió el riesgo y se tiró al ruedo. El hombre –y, claro está, también la mujer- es un ser que ha superado las barreras animales del celo. Entre otras cosas esto quiere decir que la búsqueda del placer ha dejado de ser un acto ocasional para convertirse en una tendencia permanente. Por eso necesita inventarse cosas que den algo que hacer a sus afectos. Necesita “entretenerse”. Ahuyentar el fantasma del aburrimiento. En el aburrimiento percibimos el paso del tiempo como un vacío y nos experimentamos a nosotros mismos como algo irrelevante. Nada hay más aniquilante que el tedio. Unos, los menos, intentan combatirlo trabajando dentro de sí mismos. ¿Cómo llenarte soledad si no es contigo misma? dice un fantástico verso de Cernuda. Son los “ensimismados”. Otros prefieren salir fuera de sí. Sacar al ego de su mazmorra y llevárselo a dar una vuelta por ahí. A tomar unos gin-tonics o a participar como actores o espectadores en alguno de los divertimentos que el sistema tiene programados. Ser “otros” aunque sólo sea por unos momentos. “Otro” es término que nos llega desde el latino “alter” y ese es el dilema ante la diversión como ante tantos otros asuntos. Ensimismarse o “alterarse”. En sus momentos más extremados el fútbol propicia la ocasión de salirse “fuera de sí”.
A Pampinea aquella digresión entre biológica y metafísica sobre el aburrimiento le pareció un tanto extraña. Pero lo que más le interesaba aún estaba por llegar. Decidió seguir tirando del hilo y volvió a preguntar. Pero ¿por qué eso que ocurre con el fútbol no sucede con algún otro deporte?
A Pseudonimus se le iluminaron los ojos. El tema entraba en su terreno. El fútbol además de ser un deporte es un juego. No todos los deportes lo son. Una vez más el lenguaje es el más sabio. Llamamos jugadores a quienes practican el fútbol, el baloncesto, el hockey o el golf. Pero no lo decimos de quienes corren maratones, levantan pesas, lanzan jabalinas o pedalean bicicletas. Todos hacen deporte, todos son deportistas, pero unos juegan y otros no. ¿De dónde viene esa distinción? Pseudonimus estaba muy orgulloso de la respuesta que había encontrado para esa pregunta. Son juegos aquellos deportes en los que en sus resultados, además del esfuerzo y la destreza, influye una mayor o menor dosis de azar. Aquellos en los que, al menos en algunas ocasiones, el triunfo puede haber dependido de haber tenido “suerte”. Pero ¿cómo se introduce la suerte en un deporte sin que se note demasiado? No, claro está, en su reglamento. Los reglamentos están hechos para que siempre ganen los mejores. Pero si siempre ocurriese así, el espectáculo resultaría muy aburrido. Para mantener la ilusión hay que disponer de algo que permita que siempre pueda darse la sorpresa. El gran invento fue la bola. Volvemos al lenguaje: foot-ball, basket-ball, base-ball. Siempre una bola. Bola grande cuando se maneja con los pies –fútbol, rugby- o con las manos –baloncesto, voleibol, waterpolo- o pequeña cuando se golpea con un instrumento: tenis, hockey, golf, ping-pong. Resulta pues que en todos los deportes que llamamos juegos anda siempre por medio brincando y rebotando una bola. Una invención, por otro lado absolutamente lógica. Porque si exceptuamos a los seres vivos, no hay en toda la naturaleza un objeto de comportamiento más impredecible que una bola en movimiento. Por eso son bolas lo que se agita una y otra vez en el bombo de la lotería. Y lo que los dedos del croupier hacen dar vueltas y más vueltas en la mesa de la ruleta. Incluso a los dados –símbolo histórico del azar- aunque no sean bolas, se les hace rodar como si lo fueran.
Alguien preguntó: ¿y qué tiene que ver todo esto con la cuestión de la identidad? Pseudonimus le dijo: hay que esperar al próximo Zaguán. Pero para empezar ahí les va un dato estadísticamente comprobado. En el curso de la vida resulta más probable que una persona cambie de pareja que de la camiseta del club de sus amores.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Sobre aburrimientos, deportes e identidades»