Ahora resulta que el recreo es el espacio para el ocio, repetir curso significa permanencia en el ciclo y en lugar de programa deberíamos decir diseño curricular básico. Algún lector avezado quizás ya habrá reconocido esas expresiones como propias del léxico de expertos en psicopedagogía u otras invenciones similares. Pero conviene no engañarse: el fenómeno no se da solamente en gremios o castas especialmente propensas a la pedantería. Va adquiriendo ya los caracteres de una epidemia. Hace muchos años lo advirtió La Codorniz: la pseudoerudición es la peste aviar de la cultura. Pues de eso es de lo que se trata: de una versión epidémica de lo que a finales del XVIII Cadalso bautizó como “eruditos de la violeta”.
El intento de ocultar la realidad evitando y suplantando la palabra que más correctamente la designa es hábito común cuando se la considera demasiado dura o malsonante para quien la oye o lee. No otra cosa son los llamados eufemismos. Es lo que hacemos cuando a la vejez le llamamos tercera edad, al paralitico le decimos discapacitado o a los muertos en una guerra los contamos como “bajas”.
Pero llamar al recreo espacio para el ocio no es un eufemismo sino algo bien distinto. A quien así habla la palabra recreo no le resulta molesta o mal sonante. Le resulta vulgar porque es así como lo llama la gente común. El lenguaje se complica para ser – o al menos parecer – distinto. Distinto y distinguido. Esa referencia al ocio y al espacio llega envuelta en un aire entre culto y tecnológico que denota la pertenencia de quien habla a una tribu más o menos especifica. En el ámbito académico la invención y el uso compulsivo de un lenguaje enrevesado suele ser expresión de un objetivo: la apropiación en exclusiva de un área específica de conocimiento. El hecho no debería escandalizarnos demasiado. Es lo que ha ocurrido desde la Edad Media con las profesiones llamadas cultas, las que se enseñaban en la universidad. Médicos, clérigos y juristas se inventaron un lenguaje propio no sólo para la necesaria precisión de los conceptos sino también para ahuyentar intrusos o aficionados. Para garantizar el monopolio del ejercicio profesional.
Y ahora dejamos la Academia y nos vamos a la calle. Porque también aquí aunque sea de forma menos petulante se da ese intento de aparecer distinto y distinguido complicando frases y palabras. No se trata ahora de lo que en otro tiempo fué el uso y abuso de cultismos y que desató las iras de Quevedo sino de algo mucho más light y más plebeyo. Es el lenguaje “redicho”.
Y ¿en qué consiste el habla del redicho? Pues en varias cosas de las cuales aquí veremos solo dos. Una seria utilizar una frase cuando para designar una cosa bastaría una palabra. Son los que prefieren hacer un seguimiento a simplemente seguir o hacer una alusión a simplemente aludir. Los que en lugar de cobrar el paro consideran más fino percibir el seguro de desempleo. Otro truco consiste simplemente en alargar las palabras: decir explosionar por explotar, señalizar por señalar o cumplimentar por cumplir. Otras veces ese pretendido prestigio se procura metiendo como sufijo al noble y antiguo Logos. Gozar de una buena climatología aparece como algo superior a gozar de un buen clima y utilizar una metodología sería mucho más eficaz que un simple método. Del mismo modo para el médico redicho los pacientes ya no tienen enfermedades sino que sufren patologías.
No hace falta ser muy perspicaz para advertir también en ese lenguaje una leve dosis de narcisismo. El narcisismo cool propio de la posmodernidad. Algo similar a lo que se lee en los menús de la nouvelle cousine. Al asumirlo el Ego del hablante reconoce su pertenencia a una clase social superior.
Ese narcisismo cool es el que aproxima el habla de los redichos al que es propio de otra tribu: le gente pija. Entramos ahora en un territorio absolutamente sui generis: el Reino de los Superguays. Digo sui generis porque el pijo auténtico – el pijo 4ever – sólo se produce cuando coinciden dos condiciones. La primera es una cierta limitación intelectual. De ahí es de donde le viene su aplomo. La otra es el hecho de estar encantado de conocerse. De sentirse a gusto dentro de su piel. De ahí le viene su aire y su lenguaje entre «mondain» y disciplente. Su perfil superguay-gay.
Llegados a este punto el lector no amigo de lindezas quizás preguntará: ¿y por qué importa tanto hablar bien o mal? La respuesta nos llega desde el fondo de los siglos. Está en el Fedón. Sócrates va a morir. Antes de que caiga el sol sin que le tiemble el pulso beberá la cicuta. Reúne a sus discípulos y da los últimos consejos. Y dice:
“porque has de saber mi querido Critón que el no hablar como se debe no sólo es una disonancia contra el lenguaje sino que además daña el alma”.
El alma. Desde la hegemonía de la neurociencia y de las llamadas ciencias cognoscitivas el alma ya no es más que una metáfora. ¿Y a quién le importara que algo o alguien hagan daño a una simple metáfora?.
Artículo publicado en la Voz de Galicia el día 20 de Abril de 2013. Sección el Zaguán del Sábado. Firma: Doktor Pseudonimus