Hay una carta en la que Turguenev le dice a su amigo Gustave Flaubert: «hoy he cumplido sesenta años. Ya sólo me queda por vivir el rabo de la vida». No es mala metáfora esa del rabo de la vida. Quien ame y conozca a sus perros de sobra sabe que el rabo no es un apéndice que en un descuido la evolución haya dejado ahí abandonado y sin función. Moviendo el rabo es como el can expresa lo que siente. Es su modo de decir que esta triste o alegre, alerta o aburrido. Que sigue vivo. También nosotros decimos «vivito y coleando» de quien contra todo pronóstico sigue activo.
Y esa es la cuestión que nos ocupa: como llegar hasta el final moviendo el rabo. En el último zaguán les había prometido dos historias que de algún modo aclaran el problema. La primera es la más antigua pero quizás sea la más actual. Sucede en la Atenas de Pericles, cinco siglos antes de Cristo. Sófocles va a cumplir noventa años. Es una gloria nacional. Ha revolucionado el teatro introduciendo en la tragedia un tercer personaje. Los atenienses han sufrido y gozado con Ayax, Electra, Antígona y Edipo Rey. Ha sido encargado del tesoro de la Liga de Delos y solemne entronizador del culto a Asclepios. Es un héroe nacional pero tiene un problema familiar. Porque Sófocles es un hombre rico pero bastante tacaño. A los treinta y cinco años se había casado con Nicóstrata con la que tuvo un hijo al que llamaron Iofonte. A los cincuenta los abandona y se casa con una meretriz con nombre aristocrático: Teoride de Sidon. Y ahora llega lo que la historia tiene de más actual. El hijo lleva al padre a los tribunales. Iofonte aduce que Sófocles padece una demencia senil que lo incapacita para seguir administrando el patrimonio familiar. No pide que lo encierren en un geriátrico entre otras cosas porque aún no habían sido inventados. El Tribunal admite la demanda y cita a Sófocles. El dramaturgo no recurre a abogados ni aduce en su defensa argumentos más o menos razonables. Se planta sólo ante los jueces. Y cuando le conceden la venia empieza a recitar fragmentos de Edipo en Colono la nueva tragedia en la que estaba trabajando. La escena es excitante: en unos versos bellísimos un anciano, Sófocles, cuenta las aventuras y desventuras de otro anciano, Edipo, quien pobre y derrotado vuelve a su ciudad natal para despedirse y para morir. Los jueces desestiman la demanda, el público aplaude y pocos meses después como si estuviese interpretando a Edipo es el propio Sófocles el que se muere.
La pregunta parece inevitable: ¿Por qué ese Sófocles casi nonagenario sigue escribiendo? ¿De dónde le viene esa energía creadora? ¿Por qué las desventuras de Antígona todavía hoy nos siguen conmoviendo? La respuesta antigua era bien sencilla. Dentro de nosotros habita un dios y es ese dios el que nos habla a través de la voz del genio. Una explicación demasiado fuerte para pusilánimes y hoy todos lo somos. Sin entrar de lleno en el asunto ahí les va una brevísima aproximación. La gran literatura – y, por favor, no le llamen ficción que aquí no finge nadie – nos ayuda a conocer como somos, como son los demás y como son las cosas que ocurren. Obliga a la mente a dialogar consigo misma. Eso no es sólo un enriquecimiento personal. Es el más importante remedio que tenemos contra la soledad. Y la soledad – Harold Bloom dixit – «en su forma última no es otra cosa que la confrontación con nuestra propia mortalidad». Por eso y para eso sigue escribiendo el Sófocles cuasi nonagenario: para poder seguir sintiéndose vivo. En el fondo la escritura es siempre una apuesta contra la muerte. Una apuesta que sabemos fallida de antemano pero que al menos nos permite seguir moviendo el rabo hasta el final.
Siempre ocurre igual. El exceso de lucidez acaba conduciéndonos al desierto de la desesperanza. Les pido perdón y como desagravio les propongo hacer un viaje. Nos vamos a Roma a visitar a nuestro héroe. Nos espera en los Museos Vaticanos. Allí está Sófocles representado en una estatua de su época. Con toda la solemnidad del mármol pero también con la elegante chulería de un torero iniciando el paseíllo. Véanlo ahí. La cabeza erguida, la mirada al frente, la mano izquierda en la cadera y la derecha sosteniendo la toga como si fuese un capotillo. Sólo falta pedir ¡música maestro! y que alegre el aire un pasodoble. Bien lo merece quien inventó a Antígona. De la que alguien afirmó: «quien conoció a Antígona ya no podrá enamorarse nunca más de ninguna otra mujer».
N.B. Lo prometido eran dos historias, bien lo sé. Pero el ego de quien protagoniza la que falta rechaza compartir el escenario. No en vano se trata del más brillante entre todos los octogenarios que en el mundo han sido. Tenemos que esperar. Pero sepan ustedes que François-Marie Arouet, Señor de Voltaire tiene anunciada su llegada en el próximo Zaguán.
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