Doktor Pseudonimus
Ignoro si el lector recuerda que los tres últimos zaguanes nacieron motivados por un exabrupto. El pronunciado por el ex ministro Solís Ruiz en una discusión sobre un plan de estudios del bachillerato. Más deporte y menos latín. Y antes de poner punto final a la miniserie me van a permitir volver aunque sea brevemente sobre el núcleo de la cuestión. El deporte es una forma elaborada de una función biológicamente más elemental: el juego. Un fenómeno anterior a la cultura. Quien tenga o haya tenido perros en su entorno bien lo sabe. Nada más nacer los cachorros se buscan los unos a los otros. Simular estar enfurecidos y se muerden las orejas pero cuidando de no hacerse daño. Aprenden a vivir jugando. ¿Por qué sucede todo eso? Pues porque se lo pierde el cuerpo. Bien lo sabían los griegos. El gimnasio fue la institución educativa clave donde se aprendía a la vez la retórica, la gramática y las destrezas deportivas. Y cada cuatro años en Olimpia en la celebración de los Juegos los griegos se reconocían a sí mismos como comunidad política superior a la Polis, Ciudad-Estado a la que cada uno pertenecía. Pero después, durante más de veinte siglos, la humanidad se olvidó de que existía el cuerpo. Y los que lo recordaron lo hicieron para condenarlo y flagelarlo. Hasta que la clarividencia de las universidades anglosajonas (Eton, Oxford, Cambridge) reconoce el valor del esfuerzo corporal en la formación del carácter. Así nace el “sport” como una cultura.
¿Más deporte? La respuesta es claramente afirmativa. Y no solo porque su práctica resulte saludable. El esfuerzo educa el carácter y el fair play, el compañerismo. Pero también y, sobre todo, porque resulta divertido. Y ahora llegamos a la otra cara de la cuestión: ¿menos latín? “Non scholae sed vitae discimus”. Conviene tenerlo claro. No aprendemos para la escuela sino para la vida. Y cuando una lengua no funciona como un instrumento de comunicación no es una lengua. Para un filólogo la diversidad lingüística representa un tesoro académico pero lo cierto es que ni para los clérigos ni para los profesores el latín es ya un instrumento de comunicación. Lo que no resulta una novedad. En el siglo VIII Carlomagno intentó relatinizar la cultura de Occidente. Pero el Concilio de Tours ante la ignorancia del latín clásico ya tiene que autorizar el uso de la “rústica lingua romana”. Y en el siglo XIII en Vulgari Eloquentia, Dante se disculpa por escribir en toscano que pronto se convertirá en el actual italiano. El latín se convierte en una lengua muerta pero hasta hace bien poco conservaba un prestigio erudito. En el billete de un dólar todavía hoy campean varios latinajos. Uno viene desde las confesiones de San Agustín “E pluribus unum”. Ser uno a partir de muchos. Y el otro llega desde las Bucólicas de Virgilio: “novus ordo saeculorum”: una nueva serie de siglos. Si todo eso no representa más que un adorno más o menos cultureta parece lógico dar la razón a quienes piensan que lo único que hay que hacer con una lengua muerta es cuidar y preservar su sepulcro. Y entrenar nuestras neuronas para resolver los intríngulis del inglés y del chino.
Pero que el latín no sirve para comunicarnos no quiere decir que no sirva para nada. Vale para saber lo que somos. Para rastrear lo que todavía tenemos de latinos. Porque somos un pasado que todavía no ha acabado de pasar. Que se mantiene en las palabras que usamos, en la toponimia, en la raíz latina de algunas costumbres e instituciones. El conocimiento de la cultura latina nos ayuda a comprender en que consiste ser gallegos, catalanes, españoles y europeos. Una tarea difícil de realizar. Pero resulta que Galicia dispone del instrumento adecuado para conseguirlo. Ese instrumento se llama De onte a hoxe. Un libro de seiscientas páginas obra del colectivo Trasancos (Xesús Ferro Ruibal, Antón Miramontes, Concepción Sande y Xosé Souto Blanco). Editado en 1981 por la Presidencia de la Xunta para alumnos de BUP. Un texto que solo ahora, al revisarlo, me doy cuenta que el conselleiro responsable de su publicación fue Xosé Luís Barreiro Rivas. Siempre polémico, casi siempre lúcido pero nunca genuflexo. Alguien de quien ya entonces tanto los afectos como los desafectos comentaban que “sabía latín”. Y del que ahora me doy cuenta que también sabía otra cosa. Lo que en Sucesivos escolios a un texto implícito afirma Nicolás Gómez Dávila: “La Iglesia educaba. La pedagogía del mundo moderno solo instruye. La educación sin humanidades solo prepara para oficios serviles”. Sé que a algún lector estas últimas palabras podrán sonarle a carcundia reaccionaria”. ¡Qué le vamos a hacer! Siempre ocurre lo mismo. El mundo aparece lleno de contradicciones cuando uno se olvida de que las todas las cosas tienen un rango.
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