(Tríptico para un centenario)
Doktor Pseudonimus
Sanatorios. Residencias. En el último Zaguán comentábamos un fenómeno bien curioso. La resistencia, tanto en la medicina privada como en la socializada contra el uso de la palabra hospital. También lo hacíamos sobre la posible causa de este tabú. Durante mucho tiempo los hospitales públicos funcionaban como órganos de la Beneficencia. Con criterios, valores y costumbres más propios de un asilo que de un hospital moderno. Medicina para pobres. Desde lejos parecía oírse todavía lo que en su Romance de Lobos Valle Inclán hace decir al pobre de San Lázaro: «Dios Nuestro Señor a los pobres nos manda tener paciencia y a los ricos les manda tener caridad».
Pero por un lado el desafío de la equidad y por otro la necesidad de concentrar en un mismo lugar las tecnologías de alto coste y precisión hicieron que la gran respuesta volviese a ser el Hospital. El Hospital de Beneficencia tenía camas, los del Insalud tienen aparatos. En los años 70 lo que ilusiona a los médicos a trabajar en el Hospital es el acceso a la tecnología. Nadie quiere estar fuera del hospital: ni los médicos, ni los pacientes, ni los gestores. El sistema concentra poder, talento, recursos y personal en el Hospital. Todo el mundo quiere un hospital cada vez más grande, ande o no ande. Porque lo cierto es que a los hospitales les ocurrió algo parecido a los dinosaurios: les creció más rápido el esqueleto que el cerebro y cuando se fundieron los glaciares no fueron capaces de adaptarse al cambio… Los hospitales sí fueron capaces. El tabú se evaporó y ahora todos los «sanatorios» han pasado a desear ser nombrados como hospitales.
Llegados a este punto algún lector podría preguntarse: ¿y qué pinta este discurso en un tríptico dedicado a celebrar los cien años de Gerardo Fernández Albor? Creo que es en «Der Arbeiter» donde el maestro Jünger dice: «los que ven no actúan, los que actúan no ven. Ese es el comienzo de toda decadencia». En lo que se refiere a la asistencia médica, Gerardo Fernández Albor fue alguien capaz, a la vez, de ver y de actuar. De gestionar su propio Imaginario. De ahí nació el Policlínico La Rosaleda. La reinvención de la isla desierta propugnada por Schweninger, pero ahora, en 1964, poblada de quirófanos, pantallas y resonancias. Casa común de especialistas de muy diversa condición. Pero añadiendo siempre a su capacidad técnica otra condición: la de ser amigos. Eso de ser amigos fue más importante de lo que pudiera parecer. Porque el secreto de la gestión creativa consiste en que el líder y el grupo puedan establecer relaciones operativas entre sí. Sólo así la institución puede desarrollar una identidad, una cultura u unos valores propios. Algo que Gerardo Fernández Albor fue capaz de conseguir en Santiago de Compostela al tiempo que en el Sanatorio Modelo, Ramón Cobián lo conseguía en A Coruña.
Puede que a más de un lector el hecho de haber fundado una institución como La Rosaleda le parezca un hecho históricamente irrelevante. Por si fuese así voy a permitirme contarles una historieta. En 1954 un grupo de médicos recién licenciados pero que deseábamos continuar nuestra formación en el Hospital decidimos elegir un lugar para nuestra comida cotidiana. Por la Facultad corrían unas octavillas que decían: Pensión Daniel: para comer economía y abundancia. Para dormir limpieza y confianza. Daniel era un jeta pero la pensión estaba cerca de la Universidad y el pareado tenía su gracia. Y allá nos fuimos. Los primeros días todo fue muy bien. Pero de pronto empezaron a aparecer en el comedor unos personajes cubiertos de vendajes y esparadrapos. Eran clientes de un conocido otorrinolaringólogo que los operaba en la misma pensión. Lo mismo ocurría con otra fonda –La Arzuana- donde operaba un cirujano general. ¿Compostela Fonte Limpa? Sí, es cierto, ma non troppo.
Saltar en menos de una década desde la Pensión Daniel a La Rosaleda fue algo más que un progreso. Fue un cambio de paradigma. Y paradigma es el sistema de ideas, valores y sentimientos a través de los cuales percibimos, interpretamos y modificamos la realidad.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «La colonia, la rosaleda y el Senado (2)»