Manuel Sánchez Salorio
Muchas gracias por haberme dado ocasión de volver a disfrutar los años sesenta. Es lo que me dice un amigo después de haber leído el último Zaguán. Otro me reprocha haber despachado a Albert Camus con sólo una breve cita. Pero los más piden «revival» y aclaraciones sobre el suceso clave de la década: el psicodrama de Mayo del 68. Parece claro que no podemos abandonar el París de los sesenta sin defraudar al personal. Aunque sólo sea para demorar la despedida les voy a contar una historieta. Y para que se vayan ambientando ahí les va un recordatorio. Los años sesenta son la minifalda, las patillas, las melenas y los pantalones acampanados. El twist, los discos de vinilo, las guitarras eléctricas de los Beatles y el rock duro de los los Rolling Stones. La píldora anticonceptiva barata y asequible. Los posters del Che y las gorras maoístas. Y por todos lados graffiti: interdit d’interdire, la imaginación al poder… Son también y sobre todo el tiempo en el que los niños nacidos en el baby-boom de la posguerra llegan a la Universidad. Tras dos décadas de crecimiento económico sostenido y democratización progresiva representan la generación más numerosa, más próspera y quizás más culta en la historia de la institución. Uno podría pensar que por todo eso también sería una generación satisfecha de sí misma y orgullosa de sus padres. Unos padres que habían sabido defender la libertad en la guerra y crear la prosperidad en la paz. Pues lo que realmente ocurrió fue precisamente lo contrario. Mayo del 68 figura ya en la historia como un icono del malestar y de la protesta juvenil. ¿Cómo puede explicarse esa paradoja? No lo sé muy bien. Pero quizás una primera pista podríamos encontrarla en uno de los innumerables graffitis que ilustraron muros y paredes de la Rive Gauche. «Es preferible morir de hambre que morir de aburrimiento». No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que quien escribió esa boutade nunca supo, ni de lejos, lo que es tener que pasar hambre. Más auténtico parece su aburrimiento.
Extraño asunto este del aburrimiento. En algún lugar dice Nietzsche: «el hombre es un ser que ha traspasado las barreras animales de la época del celo. Por eso busca el placer no sólo en ocasiones sino durante todo su tiempo. También por eso tiene que inventarse algo que hacer con sus afectos y con sus instintos. De ahí salen los juegos y las artes.» De sobra sé que en los oídos de algunas bellas almas todo esto sonará a grosero reduccionismo fisiológico. También me lo parece a mí. Pero lo traigo aquí porque encaja como anillo al dedo en el discurso que estoy intentando componer. Porque esa es precisamente la hipótesis: Mayo del 68 también nace a través de ese mismo mecanismo.
Y ahora llega ya la historieta que motiva este Zaguán. La encuentro en una nota a pie de página. Escrita en caracteres tan pequeños que para poder leerla he de restregar los ojos y limpiar las gafas varias veces. El libro tiene más de mil doscientas páginas, se titula Posguerra y su autor es Tony Judt. Una impresionante demostración de lucidez y erudición desde el principio hasta el final. Añadiendo algunas pingas explicativas, les transcribo lo que se dice en esa noticia. La Universidad de París había montado en Nanterre una lúgubre extensión en la que se alojaban estudiantes que excedían la capacidad de las instalaciones de la Sorbona. En Enero de 1968 François Missoffe, ministro para la Juventud, acudió a Nanterre para inaugurar unas instalaciones deportivas. No parece que la reivindicación juvenil de aquel momento pasase por lanzar jabalinas, correr los cuatrocientos metros vallas o bracear en la piscina. Entre los estudiantes de Nanterre ya andaba por allí metido Daniel Cohn Bendit. El que pronto se haría mundialmente famoso como Dani El Rojo. El mismo que le planteó al ministro la gran reivindicación. A cualquier hora del día o de la noche libre acceso a los dormitorios de las residencias tanto femeninas como masculinas. Ante la reticencia del ministro Cohn Bendit expuso con entusiasmo la urgencia y la importancia de los problemas sexuales. El ministro se sintió ingenioso y se permitió contestarle con una gracieta: para cuando le acometan esas calenturas ahí tiene usted la piscina. Puede zambullirse cuando quiera. Cohn Bendit que era descendiente de alemanes replicó rápido: «eso mismo era lo que se aconsejaba en las juventudes hitlerianas». Luego sobrevino una algarada. Hubo gritos, detenciones y expulsiones. Y Nanterre se cerró. Pero la chispa saltó a la Sorbona. Allí un graffiti ya sonaba como una orden de combate: «Desabrochad al mismo tiempo la mente y la bragueta.» Y después pasó lo que pasó: el gobierno perplejo y la nación paralizada.
Llegados a este punto algún lector quizás preguntará ¿y qué significa todo esto? Pues lo que ahí se expresa es que al final de los sesenta la represión política y social se ve íntimamente unida a la represión sexual. A través de Herbert Marcuse -Eros y Civilización-, los estudiantes del 68 son a la vez hijos de Sigmund Freud y de Karl Marx. Del Freud de El Malestar de la Cultura y del Marx todavía no marxista de los Manuscritos de 1.844. Por un lado la cultura reprimiendo las pulsiones destructivas del instinto y por otro lado la conciencia enajenada por el valor de cambio sustituyendo al valor de uso. Y ahora por favor no se me escapen asustados. A este Zaguán ya no le quedan folgos para meterse en más oscuridades. Después de todo Mayo del 68 sólo fue una Fiesta. Ya se lo dijo Ionesco a los alborotadores. «Pero insensatos ¿qué es lo que estáis haciendo? Si al final todos acabaréis siendo registradores de la propiedad». Pero fue una fiesta con mayor capacidad transformadora que muchas revoluciones. En nada cambió la relación con el poder establecido. Pero nunca más fueron como eran antes las relaciones entre los sexos, entre padres e hijos o entre profesores y alumnos. Todos fuimos más libres y quizás más inteligentes.
Mayo del 68 fue la última gran contribución del ingenio francés a la civilización occidental. Una contribución que va desde el refinamiento de la corte de Luis XIV en Versalles hasta el día en que Albert Camus estrella su automóvil en una carretera secundaria. París y toda Francia aparecen ahora envueltos en un halo decadente de «déjà vu». De algo que ya ha sido visto muchas veces. Un lugar al que hay que seguir volviendo. Pero no en busca de novedades sino de recuerdos, ¡Qué le vamos a hacer! Sic transit gloria mundi. Porque lo cierto es que ya desde hace algún tiempo el gran Viento de la historia ha decidido soplar en otras latitudes.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «La cama, la piscina, la revolución»