Por Procopio
Estaba amaneciendo. El gorjeo de una bandada de mirlos solicitaba al son que se diese prisa. El repiqueteo de las campanas de la Berenguela alegraba y hacía bailar al corazón del aire. Y, de repente, el estampido de unos cohetes anunció la llegada del gran día. Santiago, Santiagón, primo hermano del Señor. Antiguo Matamoros, ahora ya sin caballo y sin espada. Pero por siempre Patrón de Galicia y de todas las Españas. Patrón de la Nación. Y un peregrino posmoderno se atrevió a preguntar: ¿qué es eso de una nación? Procopio recordó sus tiempos de estudiante en Tübingen e intentó memorizar una definició de Kant. Una nación consiste en haber hecho juntos grandes cosas en el pasado y querer seguir haciéndolas en el futuro. Una herencia común de glorias y remordimientos. La nación es un plebiscito cotidiano. Cuando se despertó Procopio se dio cuenta de que estaba en el Pórtico de la Gloria. Y vio como un varón por tres veces golpeó su frente contra la del maestro Mateo. Y posó su mano en la huella de sus dedos. Finalizada su función puso sus manos en las huellas diciendo: Galicia, Galicia, Galicia. Procopio solo pudo averiguar que el varón se llamaba Alberto y era natural de Los Peares.
También sabía que muchos gallegos empezaban a llamar al tiempo en que vivían como la «Era de Feijoo». Pero hoy era la Fiesta del Apóstol, y estaban en el Pórtico de la Gloria. La muestra más maravillosa del arte románico en todo el universo. Allí resplandecía la sonrisa de Daniel, quien miraba embelesado una figura femenina. Para unos Esther y para otros la Reina de Saba. Una figura esculpida con tal voluptuosidad que la autoridad eclesiástica había ordenado rebajar los pechos y otros atractivos de la dama. Pero la sonrisa de daniel quedó inmortalizada para siempre en la dureza del granito de Galicia. Los pechos de Esther no tuvieron tanta suerte. Pero los paisanos los inmortalizaron inventando los quesos de tetilla.
Galicia, Galicia, Galicia. Gallegos por la Naturaleza, españoles por la Historia, europeos por la cultura. Hijos de Breogán, pero también y, sobre todo, de Rosalía y de Castelao. Incansables comedores de patacas. Siempre alrededor do porco galego, personaje mítico del país. Y acompañado de la santísima trinidad del campo galego: nabo, nabiza o grelo. Tres versiones distintas de un solo ser verdadero. Y en la conversación siempre luciendo la sabiduría del «depende» o del «a según». Procopio se acordó de una antigua sentencia suya: Galicia es un fue y un será, más que un estar siendo.
A pesar de la pandemia y de otras desventuras, esa frase ya no era cierta. La identidad le había ganado la batalla a la economía. Los gallegos, hasta hace bien poco, emigrantes a más de medio mundo. Por valentía aventurera pero más bien y sobre todo por necesidad. Por que las madres gallegas eran más fértiles que la tierra de cuyos frutos tenía que vivir la mayoría. Ya lo dijo una coplilla que Miguel Anxo Murado recoge en «Otra idea de Galicia». Ahí les va: «En cuanto a procrear son tan eminentes/ y tienen tantos niños inocentes/ que si aquí otro Herodes degollara/ bien pudiera empezar/ mas no acabara».
Pero hoy no es solo el día de Galicia. Es el día que celebran su onomástica todos los bautizados como Santiagos. Y también lo hacen los Jaimes, Diegos, Jacobos y Yagos. Una extraña pero no caprichosa diversidad. Lo explica Arturo Ortega Morán en Cápsulas de la lengua. El hebreo Yaakov se latiniza como Iacobus, de donde sale Jacobo en castellano. Pero, en el latín medieval, en la región oriental de la Península Ibérica, Jacobus se transformó en Jacome y después en Jacme. Y esa ce se vocalizó dando Jaime en Cataluña y Jaime en Aragón. Y de tanto repetir Santiago como grito de guerra en la Reconquista, se popularizó Sant-Iago como una sola palabra. Santiago y cierra España. Pero ahora el gusto y el deseo habían cambiado. Santiago, Santiagón, primo hermano del Señor, abre España.
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