Al Profesor José Castillo con motivo de su jubilación.
Manuel Sánchez Salorio
«Los que ven no actúan, los que actúan no ven. Ese es el principio de toda decadencia.» Sé que me repito a mí mismo recurriendo una vez más a esa sentencia del maestro Jünger. Pero lo hago porque pienso que la persona y la obra del profesor José Castillo constituyen algo así como una contrafigura de lo que afirma esa sentencia. Castillo es alguien que desde muy pronto fue capaz de ver claro y de actuar en consecuencia. ¿Y qué fue eso que supo ver bien pronto? Pues fue eso que se expresa en el lema que campea en el escudo de la Universidad de Heidelberg. Me van a permitir la pedantería de decírselo en versión original. «Die Einheit von Lehre und Forschung». La unidad de la docencia y la investigación. Esa es, creo yo, la clave de toda la bóveda: haber sido capaz de conseguir la cross-fertilization. La fecundación cruzada entre docencia, asistencia e investigación. Algo muy difícil de lograr por tratarse de actividades con métodos, costumbres y objetivos muy diferentes. A veces incluso contradictorios. A poco que uno se despiste los alumnos acaban siendo sacrificados en el altar de la investigación. Pero la síntesis es posible en el esfuerzo y en la intimidad de una biografía personal. Y eso es lo que a la vez y sin fisuras es Pepe Castillo: un médico hipocrático, un docente que enseña dando ejemplo, y un investigador creativo. Digo un médico hipocrático precisamente porque conozco desde antiguo el amor y la procura de Castillo por el avance tecnológico. Una especie de pseudo-humanismo anda ahora proclamando su descontento ante la influencia de las máquinas en el acto médico. Olvidando que hace más de veinticinco siglos en el Corpus Hippocraticum el padre de todos y de todo dejó escrito que «donde no hay filotecnía no puede haber filantropía». Donde no hay amor a la técnica no puede haber amor al hombre. «No es de médico sabio pronunciar ensalmos ante dolencia que pide cuchillo» hace decir Sófocles a un personaje en Ayax. Las palabras siguen siendo las mismas de siempre pero los cuchillos son ahora los láseres, el PET, la resonancia… Esos cuchillos que en manos de Castillo y de su grupo han permitido reducir de modo espectacular la mortalidad y las secuelas del ictus cerebral. Y el temblor de los parkinsonianos. Y las crisis de le epilepsia refractaria. Y tantas cosas más.
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Toda jubilación resulta siempre un suceso emocionalmente ambivalente. Por un lado supone un triunfo sobre el tiempo, un triunfo de lo que Paul Éluard llamó «le dur désir de durer». Y también la liberación de una condena que nos llega desde el Génesis: In sudore vultus tui vesceris panem. Comerás el pan con el sudor de tu rostro. La forzosidad del negocio –nec otium– da paso a la libertad del ocio. Nuestro tiempo es ya todo nuestro y no de los demás. Pero por otro lado la frialdad de unas letras en el DOGA nos expulsa del nicho ecológico al que llevábamos muchos años adaptados. Porque es la Administración y no la Biología quien nos jubila. Un despropósito pero sobre todo un despilfarro. Los antiguos persas llamaban a la madurez «el tiempo en el que el sol se vuelve amarillo». La metáfora une a su belleza una consoladora sabiduría. Porque de algún modo la vida del hombre sobre la tierra reproduce el curso del sol: orto, cenit, ocaso. La luz del mediodía es la más fuerte pero a veces resulta cegadora. Y reduccionista. Todo lo vuelve blanco o negro, bueno o malo, justo o injusto. Por el contrario, la luz del atardecer permite apreciar matices y valores que antes no veíamos. No en vano ya nos dijo Hegel que la Lechuza-Minerva, diosa de la sabiduría, sólo levanta su vuelo al atardecer.
Pero es esa misma sabiduría la que nos enseña que la vida es una operación que se hace siempre hacia adelante. Con una ventana abierta hacia el pasado, la memoria, pero también con otra abierta hacia el futuro, la esperanza. El pasado siempre como trampolín. Como ese paso atrás que según dicen siempre daba Lagartijo justo antes de tirarse a matar. Por eso me atrevo a pedirte que este acto no sea un punto final. Sólo un punto y seguido. Y esto es lo que dicen los manuales de ortografía. «Punto seguido es aquel que se pone cuando termina un período y el texto continúa en el mismo renglón». Hay que seguir rellenando renglones. Tus pacientes y tus alumnos lo necesitan. Quizás también tú mismo. Y ya para terminar voy a despedirme cantándote una milonga. La que un día Ernesto Sábato cantó a Juan Cruz en Casa Lucio delante de unos huevos estrellados. «Se me está haciendo la noche/ en la mitad de la tarde/ no quiero volverme sombra/ quiero ser luz y quedarme».
No hay que hacer demasiado caso al DOGA. Hay que intentar quedarse. Hasta que la biología o el aburrimiento nos jubilen. Como la noche jubila al día o la Cuaresma al Carnaval. Pero sin papeles. Siempre sin papeles.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Elogio y necesidad de un punto y seguido»