Con los recuerdos suele suceder algo parecido a lo que ocurre con las cerezas. Tiras de una y, hagas lo que hagas, con ella vienen engarzadas cuatro o cinco más. El último Zaguán hacía referencia a la tertulia que hace más de cuarenta años tenía lugar a la hora del café en el Aeroclub de Santiago de Compostela. Y como no podía dejar de suceder, esa inmersión en las oscuras aguas de la memoria ha tenido consecuencias. Recuerdos que parecían olvidados ahora vuelven a la luz engarzándose los unos con los otros. Porque los recuerdos no gustan de sobrevivir solos. Prefieren hacerlo formando parte de una historia. Y ahí les va una.
La historia comienza en Nueva York, Octubre de 1965. Yo llevaba dos meses como asistente invitado en la clínica de D. Ramón Castroviejo, uno de los cirujanos más creativos en la historia de la oftalmología. Maestro en esas tres haches en las que los anglosajones fundamentan la excelencia de un cirujano: hands, head, heart. Destreza en las manos, lucidez en la mente y una firme determinación en el corazón. Una tarde sonó el teléfono. Al otro lado del hilo estaba Arturo Rodríguez Hervada. Nieto del Dr. D. Enrique Hervada, médico eminente y una de las figuras más interesantes del liberalismo coruñés. Amigo de la infancia, compañero de carrera, de colegio mayor y de muchas cosas más. Vivía en Filadelfia donde ejercía como pediatra en una institución tan acreditada como era el Jefferson University Hospital. Arturo presumía de tener en su biblioteca todos aquellos libros sobre la guerra civil española prohibidos en España por la censura. Se había enterado de que en un cine de Manhattan proyectaban «Mourir à Madrid». Un film-documento sobre la guerra civil dirigido por Frédérick Rossif. El film se había convertido en objeto de culto para la progresía ilustrada de la época. Y por nada del mundo podía dejar de ver esa película. Me ocupé de las entradas y pocos días después allá nos fuimos los tres: Arturo, Helena mi mujer y yo. Cinéma vérité. La guerra filmada en directo. La cámara se mete en las trincheras, en el derrumbe de los bombardeos, en las multitudes que huyen despavoridas de las ciudades. La película impresiona por su realismo pero hay un momento en el que el director tiene un despiste que creo nunca ha sido comentado. Sucede cuando la película se refiere al famoso altercado entre Unamuno y Millán Astray en el rectorado de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. La voz en off va explicando el suceso mientras en la pantalla aparecen unas fotografías de Unamuno y las imágenes de una plaza que se supone sea la Plaza Mayor de Salamanca. Pero esa plaza es la Quintana de Santiago de Compostela. En el gran muro del Convento de San Paio de Antealtares puede verse con nitidez la inscripción dedicada al Batallón Literario. De repente y como si hubiese enloquecido, Arturo Hervada empezó a gritar: ¡Villar Pellit, Villar Pellit! Los espectadores nos miraron sorprendidos. Yo no fui capaz de decir una palabra. Al pie de la Berenguela aparecía una tropa de veteranos. Hay un momento en el que ocupa el primer plano el cabo de gastadores. No era otro que Villar Pellit, un conocido y corpulento odontólogo coruñés. Villar Pellit tenía su consulta en A Coruña en la Casa Viturro. Calle Compostela, número 8. Yo tenía la mía en la casa contigua, en Calle Compostela, número 6. Entre la placa del odontólogo y la del oftalmólogo no había más de tres metros. No pude evitar pensar en un libro de gran impacto por aquellas fechas. «El retorno de los brujos». En el que Louis Pauwles y Jaques Bergier discuten sobre el carácter mágico de coincidencias difíciles de explicar con sólo la razón.
Al cabo de dos meses regresé a España, acudí a la tertulia y conté la historia. Finalizada la reunión y ya camino de la puerta de salida, se me acercó uno de los tertulianos. Con aire misterioso me dijo: Doctor, cuénteme algo más de ese suceso. Voy a intentar saber quién filmó esa escena. El tertuliano era Pedro Santos, propietario de New England, un prestigioso establecimiento de tejidos en la calle Huérfanas. A mí todo aquello me pareció tan extraño que pensé que desvariaba. Pero a los quince días, también con el mismo aire misterioso, me abordó en la tertulia y me dijo: lo filmó Perico Gamallo. Ante mi extrañeza añadió: en aquel tiempo en Santiago de Compostela sólo él, que era propietario de la mejor óptica, tenía una cámara de 16 milímetros. Y además tenía el encargo de la UFA de filmar todo lo importante que sucediese en Galicia. La UFA (Universum Film AG) fue para el Tercer Reich una maquinaria propagandística de primerísima calidad. En el colegio de los Hermanos Maristas en tercer y cuarto curso de bachillerato los jueves por la tarde no teníamos clase. Sin que nadie nos obligase, solíamos acudir a los Jueves Gráficos del Cine Coruña, donde pasaban sin parar documentales de UFA. Todavía hoy mis ojos asombrados recuerdan Olympia o el Triumph des Willens, las dos grandes creaciones de la no menos grande Leni Riefenstahl.
Detengo la pluma, levanto la vista de los folios, entorno los párpados y hago un cálculo. Todos los asistentes al duelo Unamuno-Millán Astray hace ya tiempo que han desaparecido para siempre. De la tertulia del Aeroclub sólo quedamos dos tertulianos. Pronto no habrá ningún testigo de lo que acabo de contarles. Por la memoria aparece un gran texto de Borges: «un número infinito de cosas mueren en cada agonía. Salvo que exista una memoria del cosmos como conjeturaban los teósofos. Hubo un día en que se apagaron los ojos que por última vez vieron a Cristo o el amor de Helena de Troya. La muerte de una persona mayor es como el incendio de una biblioteca.» Si todavía hubiese teósofos, podría pensarse en una solución. Que las nuevas tecnologías implantasen nuestros pensamientos, recuerdos y emociones desde el cerebro a eso que ahora se nombra como «la nube». Mientras tanto habrá que contentarse con la sabiduría del poeta: «Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando / y se quedará mi huerto con su verde árbol / y con su pozo blanco.»
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «El retorno de los brujos»