Jorge Alió me pide un prólogo para un libro a punto ya de ver la luz. El libro tiene un título sugerente -Buscando la Excelencia- y un contenido de nunca clausurada actualidad:
La Cirugía de la Catarata. Tiene también una garantía de calidad: la que deriva del número y de la autoridad de quienes lo escriben.
Para mí es un honor prologar un libro como este pero no veo claro que podría aportar yo a su mejora o ampliación. La cirugía de las cataratas sigue siendo la Reina de todas las Batallas. No sólo desde el punto de vista sociosanitario por que satisface de modo espectacular una demanda social que aumenta sin parar sino también desde el punto de vista de la gratificación personal del oftalmólogo porque es también la que introduce al oftalmólogo en el ámbito expeditivo de los hombres de acción. El de aquellos que transforman la realidad con sus propias manos. El gesto quirúrgico es particularmente gratificante porque es expresión de un poder – savoir pour pouvoir – que además se ejerce directamente sin intermediarios. (Alguien dijo una vez: el que puede, actúa; el que no puede, enseña. Y aún se podría añadir: el que no puede enseñar se hace bibliotecario.) Pero quizás esa sensación esté cambiando. Porque lo cierto es que la cirugía de la catarata se ha ido tecnificando tanto que, al menos para algunos, ha perdido gran parte de su atracción. Lo que ha ganado en eficacia y en seguridad lo ha ido perdiendo en emoción. Todo – tanto el funcionamiento de los instrumentos como el movimiento de las manos del cirujano – está meticulosamente programado. Podría pensarse que el modelo ideal de cirujano está a punto de coincidir con el del robot inteligente. Pero el “más difícil todavía” en el que los cirujanos creativos se reconocen y complacen hace que una y otra vez haya que desprogramar y reprogramar el cerebro y las tripas del robot. Por eso son tan importantes libros como el que ahora, lector, tienes en tus manos.
Durante toda mi vida gocé y sufrí operando cataratas pero he de reconocer que ahora es la curiosidad más que la práctica directa lo que me relaciona con la cirugía. Nada tengo, claro está, contra las máquinas. Ya Hipócrates nos dejó escrito que donde hay filantropía ha de haber filotecnía. Donde hay amor al hombre ha de haber también amor a la técnica. Pero las máquinas están ahí para ser utilizadas y no para ser objeto de una disgresión. Y a mí me piden un prólogo no un manual de instrucciones sobre el uso de una tecnología que en gran parte desconozco…
Expongo mis dudas y mis temores al Editor. Pero la maquinaria de la factoría alicantina es imparable: por todos lados llegan faxes, e-mails y apremiantes llamadas telefónicas. Decido rendirme y me siento ante los folios en blanco. Después de todo escribir sobre lo que uno en gran parte ignora sigue siendo un desafío fascinante. Vamos a ver en que acaba todo esto.
La primera cuestión que se plantea es cual debería ser la función del prologuista. Porque un prólogo no tiene por que ser un nuevo capitulo, ni un resumen ni quizás tampoco una crítica del libro que prologa. Releyendo a quien sin duda fué el más prolífico prologuista de toda la literatura española encuentro una sugerencia esclarecedora. Dice Don Gregorio Marañón: “yo suelo comparar los prólogos con esa esterilla que se coloca en la entrada de las casas para que el visitante limpie en ella los pies”.
Ahora todo esta más claro. Así como en las esterillas nos limpiamos el barro de la calle que traemos en los zapatos vamos a intentar orear y desentumecer las neuronas para volverlas más libres y mas receptivas a lo que los autores nos dicen en el libro.
Y para conseguirlo vamos a utilizar la esterilla como Sherezade utilizó en las Mil y una Noches la alfombra mágica: para volar. Para viajar por el tiempo y el espacio. Nos vamos de excursión.