El simposium tiene un título atractivo: el envejecimiento activo. Los expertos que lo organizan afirman que, al menos en Europa, actualmente es el problema social más acuciante. Se trata de analizar lo que la sociedad debe hacer con los viejos y, sobre todo, lo que los viejos deben hacer con su propia vejez. Me piden que diga algo. Dudo unos instantes pero el Ego se adelanta y acepta sin más el compromiso. Por lo que se ve todavía necesita gratificarse en la fruición de la palabra y la exhibición ante un auditorio. En la “mise en scena” de sí mismo.
Llegada la ocasión y ya con el micrófono en la mano sigo sin ver claro cuál debería ser mi papel en el asunto. Ni el de médico ni el de profesor encajan bien en el organigrama. Nunca ejercí de geriatra y tampoco nunca expliqué decrepitudes. De repente me acuerdo de un slogan navideño que Berlanga recogió en aquella gran película que fue Plácido: “ponga un pobre en su mesa”. Eso es lo que han hecho los expertos: poner un viejo en su tribuna. Lo veo claro: estoy allí como caso clínico. Aunque la conclusión no resulte muy gratificante el ego no se rinde. Después de todo la representación de casos clínicos tiene algo de común con las representaciones teatrales. También ahí es posible “lucirse”.
¿Cuándo comienza la vejez? Pues probablemente cuando uno empieza a percibir que el Tiempo –ese gran escultor– en vez de continuar “haciéndonos” comienza a “deshacernos”. Quizás sea deformación profesional pero pienso que el primer aviso de que la demolición física ha comenzado se produce cuando percibimos que para leer el periódico tenemos que alargar el brazo. No en vano a eso lo nombramos como presbicia. Y presbíteros – πρεςβύτερσς – era como los primeros cristianos llamaban a los ancianos. La presbicia no es una enfermedad, es una pérdida. Nos damos cuenta de que algo se ha ido y además que se ha ido para siempre – Luego se van perdiendo muchas otras cosas. La vejez es una oquedad. La que se produce cuando de nuestras vidas se van retirando las personas, los amigos, los afectos, los trabajos y las ilusiones que la ocupaban.
En esa estrategia de la desocupación hay un momento clave: la jubilación, un suceso ambivalente. Por un lado de júbilo. Jubilatorio viene de Yobel una fiesta que los judíos celebraban cada cincuenta años. En todas las ciudades de Israel sonaba el cuerno, se hacía fiesta y se producía la manumisión de los esclavos. También ahora la jubilación representa la liberación de la Servidumbre de una vieja condena. Está en el Génesis: In sudore vultus tui vesceris panem. Comerás el pan con el sudor de tu rostro. Trabajar viene de Tripalliare y el Tripalium era un palo con tres pinchos con el que los labradores romanos aguijoneaban a los bueyes cuando no tiraban del arado con el debido entusiasmo. Con la jubilación acabado el nec-otium recuperamos el ocio. Nuestro tiempo ya no es también de los demás. Es sólo nuestro. Un regalo. Pero que podría resultar un regalo envenenado.