Sucedió hace más de quince años. Lo cuenta un entrenador del Glasgow Rangers de cuyo nombre ya no puedo acordarme. El partido era decisivo. El Glasgow jugaba en casa y los entendidos lo daban como claro favorito. Pero andaba ya mediado el segundo tiempo y los galeses no eran capaces de romper el cero a cero inicial. El árbitro pita un corner favorable a los locales. Todo el equipo se va hacia adelante. El que lo ejecuta golpea el esférico con energía. El delantero centro salta con ímpetu intentando el remate de cabeza. Con tan mala fortuna que no llega al balón y su cabeza golpea con fuerza contra eso que se ha dado en llamar el segundo palo. El delantero cae al suelo conmocionado y es retirado en una camilla. Rodeado de asistentes, masajistas, periodistas y cámaras de televisión un médico explora al jugador en la misma banda. El delantero es la figura del equipo y la expectación es enorme. Los minutos se hacen eternos. Hay un momento en el que la mirada del médico se cruza con la del entrenador. El gesto serio del médico no presagia nada bueno. El entrenador pregunta: ¿qué es lo que sucede? El médico le dice: «no hay fractura, las pupilas reaccionan, los reflejos son normales. Pero no sabe quién es». El entrenador permanece pensativo unos instantes. De repente el rostro se ilumina y dice con energía: «¿normal y no sabe quién es? Díganle que es Pelé y que salte inmediatamente al campo». El jugador se incorpora al juego, marca dos goles y el Glasgow salva la eliminatoria.
Aquí se acaba la historia. Pero no nuestro interés. Porque intuimos que en esta «metanoia», en esta transformación ejercida a través de la palabra podríamos encontrar algo aprovechable. El relato podría funcionar como una parábola.
Según la RAE una parábola es «algo de lo que por comparación o semejanza puede deducirse una verdad o una enseñanza moral». Pero esa deducción no es algo que se produzca por sí misma. La parábola lleva siempre en su vientre algo así como un acertijo. Resolver ese acertijo es precisamente su aliciente. Porque el cerebro humano más que un procesador lógico es un procesador simbólico. Se motiva más cuando trata historias que cuando ha de trabajar con argumentos. Bien lo sabía el Hijo del carpintero de Nazareth.
Es por eso que el intento de captar el intríngulis de una parábola no pertenece tanto al negociado del razonamiento como al de la imaginación. Pero como es bien sabido el viento de la imaginación, la loca de la casa, no sopla cuando y donde uno quiere. Hay que propiciar el trance. Dar rienda suelta a las neuromas y … saber esperar. Es lo que vamos a intentar. Rebajamos la luz, buscamos el alivio de un sofá, nos quitamos los zapatos, estiramos las piernas, nos servimos un gin-tonic y entornamos los párpados. En la piel de las mejillas y en la punta de los dedos empezamos a notar la suave caricia del alcohol. Hay recuerdos que se borran y otros en cambio que pugnan por salir. Cambia el escenario. De Glasgow saltamos a Madrid. De un estadio de fútbol a un edificio un tanto extraño. Más que una casa pero menos que un palacio. Con guardianes armados con fusiles y en la puerta un letrero en el que se lee: La Zarzuela. Es medianoche. La loca de la casa ya ha iniciado su vuelo y no hay quien la detenga. Entramos a un gran salón. A través de la penumbra divisamos a S.M. el Inquilino sentado ante una gran mesa de despacho. Está solo y tiene un aire preocupado. Una y otra vez deshoja una margarita al tiempo que va diciendo unos nombres: Pedro, Pablo, Alberto, Mariano. Vemos que ya cansado pulsa un botón. En la pantalla del televisor aparece un rostro que con gesto desabrido lo interpela directamente: “Pero ¿quién es aquí el que borbonea y quién es el borboneado? El verbo borbonear recuerda al Inquilino a su bisabuelo y le hace daño. Después el televisor repite una y otra vez la escena del delantero centro y su entrenador. Hasta que unas palabras ocupan toda la pantalla: «A Dios Rogando y con el mazo dando».
A Dios rogando. El Inquilino piensa que eso puede valer para el presidente de E.E.U.U. o para la Reina de Inglaterra. Pero él vive en un país tan progresista que hasta las campanas de las iglesias han de tener cuidado de no sobrepasarse. Y con el mazo dando… El Inquilino se siente tan confuso que aun siendo medianoche decide consultar a su fiel Edecán. Ex funcionario de carrera, filósofo amateur, siempre adicto a Maquiavelo y, como él, siempre y en todo defensor de la Res Pública. Aún no había acabado de pensarlo cuando por una puerta lateral apareció la figura del propio Edecán. Ochenta años bien cumplidos, una flor en el ojal de la chaqueta y en la mano derecha una copa de champán. Antes de que el Inquilino saliese de su sorpresa, el Edecán le dijo que en una vitrina del Palacio de Oriente había encontrado un gran mazo de oro. Regalo de los habitantes de Gante a Carlos V al ser coronado Rey de las Españas. También le dijo que el tiempo urgía y que la Investidura no podía demorarse un día más. S.M. el Inquilino preguntó al Edecán que tenía que ver la Investidura con aquel gran mazo que el Edecán estaba ahora sacando de su estuche. El Edecán recomendó a S.M. que reflexionase una vez más sobre la escena del delantero y el entrenador. Pero no le dijo que la cabeza de un candidato podría chocar contra aquel mazo como la del delantero lo hizo contra la portería. Y quien quiera conocer cómo cuatro mazazos cambiaron un país ha de esperar al próximo Zaguán.
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