Doktor Pseudonimus
Pido perdón de antemano pero no lo puedo evitar. Me siento ante los folios, cojo el bolígrafo y por la memoria sigue apareciendo D. Roberto Nóvoa Santos. Me dicen que el asunto ya no da más de sí, que ya no queda nadie a quien puedan interesar estas historias. Puede que lleven razón. Pero lo que hoy les traigo no es algo que yo haya leído o que otros me hayan contado. Se trata de algo que, de un modo u otro, he vivido. Y mi ego, siempre narcisista, se resiste a quedarse fuera del relato. Pide la palabra y se la doy.
El primer asunto a tratar es sobre una opinión. Es opinión generalizada, especialmente entre la progresía, que tanto Varela Radío como Nóvoa Santos se van a Madrid hartos del ambiente reaccionario de la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela. Esa opinión no es cierta o al menos no lo es en exclusiva. Conocí como amigo y traté como médico a Manolo Varela Uña, hijo de D. Manuel Varela Radío. Un personaje con cultura y sentido del humor poco común. Hace ahora dos años lo llamé por teléfono a Madrid para informarme sobre las razones del traslado de su padre a la que entonces se denominaba Universidad Central. Manolo me dijo que todo había sido más simple y más doméstico. La que luego sería su madre, Isabel Uña Sartou, le dijo a D. Manuel que o se presentaba al concurso de traslado o ya podía ir buscándose otra novia. Aproveché la ocasión para pedirle que me contase algo sobre las relaciones entre su padre y Nóvoa en el tiempo en que convivieron como catedráticos en Santiago de Compostela. Tengo la impresión que aquella tarde mi amigo andaba medio deprimido y que no le apetecía hablar. Solo me contó que, en una ocasión, Nóvoa y su padre hicieron juntos un viaje a Madrid en automóvil. Y que en un punto del trayecto chocaron con una vaca llegando a necesitar recibir asistencia médica. No me negarán que este «ménage à trois» compuesto por una vaca marela y los dos cerebros más eminentes de la medicina gallega de su tiempo tiene un aire enternecedor. Y bien mirado, incluso heroico. ¡Una vaca marela intentando evitar, por su cuenta y riesgo, esa fuga de cerebros que tanto nos ha perjudicado!
La segunda cuestión tiene mucha más enjundia y resulta más difícil de explicar. Nóvoa tuvo muchos admiradores pero no tuvo discípulos. Solo José Casas que fue quien le sucedió en la cátedra de Madrid fue digno de ese nombre. Lo curioso es que algo similar ocurrió con D. Gregorio Marañón. Quizás la originalidad del modelo dificultase su reproducción. En el caso de Nóvoa pudo haber influido la precocidad de su muerte pues falleció a los 48 años. Y, ya instaurada la República, su dedicación a la política. Puede ser significativo lo que en cierta ocasión me contó Domingo García Sabell. Debió de ocurrir alrededor del año 1932. Recién licenciado se desplazó a Madrid dispuesto a que Nóvoa le dirigiese la tesis doctoral. Acudió a visitarlo al despacho que tenía en el Hospital de San Carlos, pero allí le dijeron que D. Roberto no solía aparecer por allí hasta bien pasadas las once de la mañana. También pudo observar que en el despacho y en las salas contiguas un joven catedrático veía y discutía pacientes rodeado de alumnos y jóvenes discípulos. Desde primera hora de la mañana hasta bien pasado el mediodía. Ese joven catedrático era D. Carlos Jiménez Díaz, que fue quien acabó dirigiendo la tesis. D. Domingo siempre sabio. «Amiguiños sí, pero a vaquiña polo que vale».
Admiradores pero no discípulos. La herencia directa de Nóvoa en la Facultad de Medicina de Santiago fue nefasta. Y no hablo de oídas. El año 1949 fui alumno interno por oposición de la cátedra de Patología Médica. El titular de la cátedra era D. Pedro Pena Pérez, quien debía la cátedra a la influencia directa de Nóvoa. D. Pedro era un personaje singular que no daba a nadie la mano por temer el contagio y no se sonaba los mocos por razones que nadie llegó a conocer. Sabía medicina pero, al menos en mis tiempos, no se esforzaba lo más mínimo en enseñarla. Tenía manías. A los pacientes que llegaban tomando aspirina les hacía cambiar a cafiaspirina. En el laboratorio se conservaba un maravilloso juego de balanzas de precisión que nadie usaba. También había unos grandes armarios de madera en cuyos estantes se apilaban cientos de frascos de reactivos con nombres e instrucciones en alemán. Caducados desde hacía ya muchos años pero que a mí, por aquel entonces obsesivo entusiasta del Germania Docet me sirvieron, al menos, para practicar el idioma.
Cierro los ojos, avivo la memoria y una vez más repito la película. La escena aparece como una foto fija en la que, ya desde mucho antes, se ha detenido el tiempo. Y muchos años más tendrán que pasar para que la semilla vuelva a dar fruto. Para que alumnos de la propia Facultad- Manuel Noya, José Castillo- puedan acceder a una cátedra de Patología Médica. Y, entre los recuerdos, se me cuela una leyenda urbana y la belleza de un edificio. La leyenda se refiere al padre de D. Pedro. Tan orgulloso estaba de su hijo que, con ocasión y sin ella a todo aquel con quien se encontraba le decía: «mi hijo es tan listo, tan listo que aún no tiene diez años y ya no cree en Dios». El edificio es la propia mansión en la que vivía D. Pedro. Situada delante de la Iglesia de la Universidad y en cuya fachada grabada en la piedra aún hoy puede leerse una dedicatoria emocionante: «es tanto su merecer como es mucho mi querer». Y por algún lugar nos parece oír a D. Francisco de Quevedo: «piedra será más piedra enamorada».
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Sobre una vaca, dos cerebros y algunas cosas más»
Amigo Salorio:
Ayer leí tu último zaguán sobre RNS. Lo he pasado muy bien siguiendo tus artículos. Te felicito por tus acertadas e irónicas reflexiones. Menos mal que todavía alguien se acuerda de don Roberto.
«La escuela que no pudo ser» es uno de los capítulos que escribí en «RNS – La inmortalidad dolor y saudade» donde comparto también lo que comentas, incluyendo lo del pobre e ilustre don Pedro Pena que padecimos.
Sigue escribiendo.
Desde Santander un abrazo,
Juanjo