Doktor Pseudonimus
Sucedió hace apenas unos días. Inocencio Arias presentó en la Fundación de Abanca sus memorias. Como diplomático, embajador, periodista, tertuliano y muchas otras cosas más. Lances y aventuras vividas y contadas en primera persona. La pulpa de más de medio siglo de historia nacional e internacional. Analizada y comunicada a través de un prisma en cuyo manejo Chencho Arias es maestro indiscutible: el humor. Un humor lúcido y amable buscando siempre la sonrisa en los labios del oyente. Hasta que el orador decide meter la directa, riza el rizo y convierte la sonrisa en carcajada. Una y otra vez el público que abarrota la sala aplaude agradecido. ¿Agradecido por qué? Pues probablemente no sólo por disfrutar de un fenómeno exclusivamente humano. Sólo los hombres y las mujeres son capaces de reírse. La risa es también y sobre todo una terapia. El mejor remedio que tenemos contra los males del alma. Y quizás también para algunos de los que afligen a nuestras vísceras. A punto de finalizar el acto el orador detuvo su discurso, paseó su mirada por toda la sala, dejó pasar unos instantes y con una pizca de ironía añadió: en todo este auditorio no hay ni una sola persona con edad inferior a los treinta años. Ignoro si alguien sonrió. Yo desde luego no. Porque esa observación dejaba flotando en el aire la inquietud de una pregunta: ¿en dónde está, de qué se ocupa la gente joven? Finalizado el acto y ya en la calle encuentro a un amigo con el que comento con los posibles significados de esa ausencia. Mi amigo me cuenta que unos días antes un hijo suyo había enviado a Youtube una canción acompañada de un breve comentario. A las dos horas ¡había recibido dos mil Likes! La anécdota no necesita comentario.
En la mañana siguiente al acto celebrado en A Fundación hubo pleno en el Rectorado de la Universidade de A Coruña. Las tres universidades de Galicia celebraban conjuntamente la inauguración del curso académico. Buena cosa es que al menos una vez al año las tres universidades escenifiquen su voluntad de colaboración. Pero también en este acto no era necesario chequear el DNI de los asistentes para comprobar la clamorosa ausencia de subtreintañeros. Una ausencia todavía más paradójica que la detectada en el acto del día anterior. Porque todavía hoy la definición más ajustada de lo que sea una universidad sigue siendo la que hace más de ocho siglos el Rey Sabio estampó en “Las Partidas”: “Ayuntamiento de maestros et escolares que es fecho en algunt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes”.
La inauguración del curso académico es una acto cuya solemnidad, estética y significado merecen ser conservados. Incluido ese feliz disparate que es el “Gaudeamus Igitur”. Música de Brahms pero latín macarrónico. Y letra propia de clérigos goliardos, y de estudiantes vagabundos y borrachuzos. Burla y seriedad entreverados. Algo que dice más sobre la historia y esencia de la Universidad de lo que dicen muchos tratados.
Pero la obligada rotación del discurso entre todas las Facultades y Escuelas de las tres universidades, unida a la fragmentación de los saberes y al hermetismo propio del lenguaje técnico suelen producir un fenómeno curioso. Durante importantes períodos de tiempo algunos asistentes, sin dejar de seguir siendo oyentes, deciden dimitir de su condición de escuchantes. Y en ese letargo andaba metido yo cuando de repente llegó a mis oídos un dato que me sacó de ese letargo. Fue cuando el Señor Rector Magnífico de la Universidad de A Coruña anunció que este curso más de once mil estudiantes iniciaban sus estudios en las universidades de Galicia. Porque es en ese dato donde radica el secreto de la fuerza de la Universidad. Una tasa de renovación que no tiene ninguna otra institución. Lo que hace que la universidad sea más joven que todos y que todo. Y que de todas las instituciones vigentes en el siglo XIII sólo sigan siendo actuales la Iglesia Católica y la Universidad. Pero la primera perdiendo clientela y la segunda incrementándola. Dice la canción: “sola se queda Fonseca / triste y llorosa queda la Universidad / y los libros empeñados en el Monte de Piedad”. Eso no es cierto. No sólo porque en la Universidad cada vez haya menos libros y que los Montes de Piedad hayan dejado de existir. La Universidad, rompeolas de las generaciones, nunca se queda sola, cuando unos se están marchando otros están llegando con la ilusión y el brío intacto de la juventud. Dispuestos, acaso sin saberlo, a gozar y sufrir la gran transformación. Porque en la Universidad educar a un joven no consiste sólo en enseñarle cosas que antes no sabía. Es hacer de él alguien que antes aún no existía. En la “Ética a Nicómaco”, Aristóteles dejó escrito que la educación es lo que nos permite alegrarnos o dolernos como es debido. Algo que sólo puede lograrse con la lectura de buenos libros y con el trato con maestros dignos de imitación. Este Zaguán se inició preguntando ¿dónde están los jóvenes? Tras años de LRU y Plan Bolonia, bien triste sería que al finalizarlo también tuviésemos que preguntarnos: ¿dónde están los maestros?
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La Voz de Galicia