Doktor Pseudonimus
Tal como habíamos anunciado, vuelve Unamuno a este Zaguán. En el último lo habíamos dejado repartiendo y recibiendo mandobles en el Torbellino de 1936. Ahora, en una especie de flash back, vuelve más joven pero con el ánimo no menos propenso a la polémica. Si en el altercado con Millán Astray en el Paraninfo el grito de guerra fue «venceréis pero no convenceréis» ahora contra regeneracionistas y europeizantes será «que inventen ellos».
La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue algo así como un certificado de defunción. España dejaba de ser un sujeto histórico. La regeneración se convierte en el trending topic del momento. Joaquín Costa pide «escuela, despensa y doble llave al sepulcro del Cid para que no vuelva a cabalgar». Un jovencísimo Ortega pronto lo ve claro y acierta con el sintagma: «España es el problema y Europa la solución». Europa es sobre todo la ciencia y la filosofía alemana. Pero también la democracia y la claridad francesa y la educación y el self-government anglosajón. Pero no todo el mundo se sumará a la marea extranjerizante. Desde las viejas piedras de Salamanca, la voz de Unamuno propondrá una y otra vez la españolización de Europa. Ortega y Unamuno serán los dos gallos que protagonizarán esa pelea. Una pelea que durante seis años –de 1906 a 1912– será fundamental en la cultura y en la política españolas.
Llevados de la mano de Emilio Salcedo vamos a intentar ahora reproducir algunos de los pormenores de esa polémica. Hacia 1908 da comienzo Ortega a lo que será el principal objetivo de su vida: la modernización de la vida intelectual española. Funda una revista que titulará Faro e invita a colaborar a varios intelectuales. Con pedantería propia de su carácter y de sus pocos años, esto dice la carta que envía a Unamuno: «El amor a lo claro, a la Ley. Eso nos reúne y nos hermana. Juremos que de hoy en más concluirá el pecado secular español, el pecado contra el Espíritu Santo. El horror a la ciencia». Al mismo tiempo sucede que un grupo de intelectuales franceses entre los que figura Anatole France denuncia ante Europa lo que llaman «la barbarie intelectual española». Azorín les contesta en las páginas del ABC con un artículo titulado «Farsantes». Basta el título para que el lector pueda suponer el tono en que está escrito. Unamuno está en Bilbao. Lee el artículo, toma la pluma y escribe a Azorín. «Bien, muy bien. Es hora de reaccionar. Son muchos aquí los papanatas que están bajo la fascinación de esos “europeos”. Hora es ya de decir que en muchas cosas valemos tanto como ellos y aún más. Dicen que no tenemos espíritu científico. ¡Sí tenemos otro! Inventen ellos y lo aplicaremos nosotros. Acaso eso sea más señor». Antes de continuar advertiré al lector que no es en esa carta donde por primera vez usa Unamuno la expresión «que inventen ellos». Lo hace en «El Pórtico y el Templo», un pequeño ensayo publicado en 1906. En un diálogo entre Sabino y Román, éste dice: «¿Que no hemos inventado nada? Así nos hemos ahorrado el esfuerzo de tener que inventar. La luz alumbra aquí tan bien como donde se inventó». Y Sabino aún añade: «o mejor». A pesar del carácter privado de la carta de Unamuno a Azorín, el ABC la publica íntegra el 15 de septiembre de 1909. Ortega se siente aludido y contesta a Unamuno en El Imparcial: «Yo soy plenamente, íntegramente uno de ésos papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos; apenas si he escrito desde que escribo para el público una sola cuartilla en que no aparezca con agresividad simbólica la palabra Europa. En esta palabra comienzan y acaban para mí todos los dolores de España».
En su carta Unamuno había escrito: «si fuera imposible que un pueblo dé a Descartes y a San Juan de la Cruz, yo me quedaría con éste». Ortega aprovecha la ocasión para la pirueta literaria en la que es maestro. «En los bailes castizos no suele faltar un mozo que cerca de la media noche se siente impulsado sin remedio a dar un trancazo sobre el candil que ilumina la danza y entonces comienzan los golpes a ciegas y una bárbara baraúnda. El señor Unamuno suele representar ese papel en nuestra república intelectual. Lo triste del caso es que a D. Miguel de Unamuno, el energúmeno, le consta que sin Descartes nos quedaríamos a oscuras y nada veríamos.
Unamuno llama papanatas a Ortega y éste proclama a Unamuno como gran energúmeno español. Dos temperamentos y dos concepciones del mundo antagónicas pero una misma obsesión: España. Chocan pero no rompen. El lamento con el que Ortega finaliza la polémica es a la vez un elogio emocionante. ¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!
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