(Tríptico para un centenario)
Doktor Pseudonimus
«El médico debe encontrarse con su paciente como en una isla desierta.» La frase se debe a Ernst Schweninger, un ilustre clínico berlinés y data de 1890. El acierto expresivo de la metáfora salta a la vista pero entender su significado quizás necesite alguna precisión. Antes que ninguna otra cosa quiere decir que el encuentro entre el médico y el paciente debe entenderse y producirse como una relación «cerrada», sin intermediarios que la condicionen ni intereses ajenos que la desvirtúen. Ese ha sido el «mantra» repetido una y otra vez por una medicina concebida y ejercida como una profesión liberal. Un instrumento argumental esgrimido tanto para defender unos valores todavía vigentes como –todo hay que decirlo- para intentar mantener un determinado estatus económico y social. Pero lo cierto es que esa isla desierta hace ya tiempo que ha dejado de existir y todo parece indicar que nunca más existirá. Porque de modo progresivamente acelerado, la isla se ha ido poblando de gentes de muy diversa condición. Y de aparatos, pantallas y papeles. La tecnología y la burocracia han transformado la isla desierta en una isla «gestionada».
Volvemos a la época de Schweninger. Todavía han de transcurrir unos años antes que Wilhelm Roentgen descubra los rayos X. Para llegar a un diagnóstico el médico ha de basarse en lo que le cuenta el enfermo y en lo que ve con sus propios ojos o palpa con sus propias manos. La única tecnología de la que dispone es el fonendoscopio. La medicina es una profesión respetada porque el saber del médico le permite poner nombre a la enfermedad y en alguna medida predecir su evolución. Pero su eficacia terapéutica es mínima. Todo se reduce a la dieta y a algunos remedios paliativos. Sydenham decía que sin el láudano, un derivado del opio, no se podía ejercer la medicina. Todavía en 1880 Bernard y Gubler anuncian la regla de oro de la función del médico: «curar a veces, aliviar muchas veces, consolar siempre».
El lugar natural para el ejercicio de esa medicina fue el «consultorio». Pero los primeros progresos de la cirugía exigieron camas y quirófanos. Desde la perspectiva de hoy parece lógico pensar que la respuesta a ese desafío hubiese sido el hospital. Pero entonces ocurre algo bien curioso. En España –y creo que solamente en España– la institución que satisface esa demanda va a evitar toda referencia que pueda relacionarla con un hospital. La ampliación del consultorio adopta el término de Sanatorio. Un término que llegaba desde los Alpes suizos donde servía para designar los establecimientos de alto standing en los que los centroeuropeos ricos intentaban curar la tuberculosis.
¿Por qué sucede todo eso? Ahí les va una hipótesis. A principios del siglo pasado la práctica médica tiene dos lacras principales. Una era su ineficacia terapéutica. La otra es la diferencia según sea la clase económica del paciente. De ahí deriva la prevención a usar el término hospital. Porque en esa época en España todos los hospitales públicos funcionan dentro de la órbita de la Beneficencia. Medicina para pobres. Los hospitales provinciales pueden disponer de médicos eminentes pero su estructura, sus costumbres y valores están más cerca de las propias de un asilo que de las de un hospital moderno. De mis tiempos de estudiante recuerdo que para ingresar en el Hospital Real –lo que hoy es el Hostal de los Reyes Católicos- era necesario figurar en el padrón de la Beneficencia. También recuerdo que el cirujano más valiente y brillante de la época, Ramón Baltar, operaba dos tardes por semana en el Hospital y por las mañanas en la Carrera del Conde, en el «Sanatorio Baltar». Lo curioso es que este tabú contra el término hospital se mantenga incluso a finales de los años cuarenta cuando José Antonio Girón, siguiendo el modelo del laborismo inglés, implanta el seguro obligatorio de enfermedad. Los edificios donde se ejerce tanto la cirugía y la medicina especializada van a denominarse, … ¡Residencias! Ahora el término no diferencia ricos y pobres sino trabajadores y lumpen.
www.sansalorio.com
Descargar pdf, La Voz de Galicia «La colonia, la rosaleda y el Senado (2)»