Doktor Pseudonimus
Aunque sea con retraso vuelven los jeans a este Zaguán. Y lo hacen con la cuestión que había quedado flotando en el aire. Lo que en 1883 Levi Strauss había creado como ropa para mineros en 1970 aparece triunfante cubriendo nalgas y traseros de más de media humanidad. Sin distinción de clase, oficio o beneficio. Por primera vez en la historia de la indumentaria una moda se había impuesto viniendo desde abajo. Lo nunca visto: ¡los ricos imitando a los pobres! Y precisamente en el terreno que desde siempre los ricos habían elegido para marcar la diferencia y la distinción: el modo de vestirse. ¿Cómo pudo producirse suceso tan insólito? Es lo que ahora vamos a intentar averiguar. De sobra sé que más de un lector podrá considerar frivolidad o despilfarro dedicar su atención a cuestión aparentemente tan trivial. Quizás lleve razón. Pero apoyándome en la autoridad de D. Eugenio D’ors recordaré al que así piense que “nunca se sabe lo que se encierra en un minué”. Y que además en el gimnasio de la mente el intento de saltar desde la anécdota a la categoría es ejercicio que suele entretener y dar brillo a las neuronas.
Empezaremos recordando el marco dentro del cual vamos a movernos. De un modo u otro, vestirse siempre es un lenguaje, un modo de decirse. La cultura ha hecho que la ropa además de cumplir su primitiva función de “cubrirnos”, asuma también la de “descubrirnos”. La de decir a los demás -y quizás también a nosotros mismos- cómo somos o cómo quisiéramos ser. Que ocurra así no debería extrañarnos demasiado. Somos y habitamos símbolos y el vestido lo es. Símbolo: todo aquello que apunta hacia algo diferente a lo que aparece a primera vista. Algo que cuando lo visitamos nos obliga o al menos nos permite viajar hacia otro sitio. Y ahora nos vamos directamente a nuestro asunto. ¿Cuál será la carga simbólica que se oculta tras la humilde apariencia de los jeans y que pueda explicar su prodigiosa difusión? Al principio la relación entre el objeto y su éxito fue bien diáfana: la utilidad. Ropa dura para un trabajo duro, casi servil. Los jeans pudieron haber sido el icono del trabajador manual. Pero no tuvieron el poeta que cantase sus encantos ni el filósofo que explicase su significado. El taller y la fábrica le ganaron la partida a la mina. Y el icono del taller fue el mono azul con peto. “El Mono Azul” fue incluso el título de una revista en la que entre otros colaboraron intelectuales como Rafael Alberti, José Bergamín, Luis Cernuda y Pablo Neruda.
Pero en 1939 va a producirse una gran mutación simbólica. Es el año en que John Ford filma “La Diligencia”. La película con la que el western alcanza su mayoría de edad cinematográfica. Pero la Diligencia no viene ahora aquí por la belleza de sus imágenes o por el ingenio de su trama. Ringo Kid interpretado por John Wayne es un típico cow-boy. Pero en lugar de vestir los clásicos zahones de cuero con flecos luce unos blue jeans de Levi’s. Los que desde entonces ya van a llamarse para siempre vaqueros o tejanos. Y en esta operación los jeans no sólo se apropian de un nombre; lo hacen también de una épica y de una estética. Los jeans se suben a la grupa del caballo del cow-boy y con ello a las representaciones del gran mito originario de la libertad y de la aventura americana. Knigt of the prairies. Señor de la soledad de las praderas. Acarreando el ganado por los desiertos de Kansas o Arizona. Y haciendo cumplir el código de honor que tiene como propio. Aventura con muchas peripecias pero siempre con happy end. Porque al final los indios siempre acaban huyendo, los bandidos encerrados en la cárcel y el cow-boy casándose por la iglesia con la chica rubia enamorada.
Tendrán que transcurrir más de veinte años para que los jeans pierdan la inocencia y pasen a representar algo más turbio y más confuso. El malestar se infiltra por los entresijos de la cultura de occidente y los jeans se suben al carro de la protesta y la rebelión. Volvemos al cinema. En 1953 Marlon Brando protagoniza “The Wild One”, El Salvaje. Es el jefe de una banda de moteros antisistema. La máquina sustituye al caballo y el suburbio a la pradera. Los jeans aparecen asociados a la chupa de cuero, a la gorra de visera, al estruendo del escape libre, al alcohol, al morbo de una dosis discreta pero evidente de delincuencia. Dos años más tarde explota el boom de “Rebelde sin Causa”. El título ya proclama sin ambages la llegada de la rebelión juvenil y los vaqueros de James Dean van a ser como el banderín de enganche para participar en esa fiesta. Cuando todo esto estaba sucediendo, llegaron los vaqueros negros de Elvis Presley en “El Rock de la Cárcel”. La asociación de los jeans con el ritmo y la agresividad del rock parecía una combinación imparable. Pero faltaba algo. Los encargados del marketing lo vieron claro: la solución se llamaba Marilyn. Dirigida por Otto Preminger, Marilyn estrena jeans en “Río sin Retorno”. Los vaqueros redescubren el trasero como un lugar privilegiado para la excitación. Por igual para ambos sexos. No en vano a finales del siglo XIX un líder mormón había llamado a esos pantalones “ropa para la fornicación!”
A la vista está lo que ha ido ocurriendo desde entonces. El marketing y la capacidad fagocitadora del sistema han conseguido convertir a los jeans en un objeto respetable sin perder del todo su primitivo carácter transgresor. Apto tanto para el otium como para el nec otium. Tanto para el macarra que los desgarra hasta conseguir el barroquismo de los andrajos como para el ejecutivo que pone en ellos la marca de su modernidad. Los jeans de Pedro Toledo presidiendo un consejo de administración del Banco de Vizcaya no son sólo una leyenda urbana. Son la expresión de que también aquí todo lo que era sólido se ha vuelto líquido. Se puede ser al mismo tiempo clásico y moderno, serio y divertido, ortodoxo y transgresor. Es a la vez el encanto y la servidumbre del mix. En su Filosofía de la Moda, Georg Simmel escribió que la moda era hija del matrimonio entre el pensamiento y la estupidez. La inteligencia de quienes la diseñan y la estupidez de los que la siguen. En el próximo Zaguán intentaremos demostrar que en esa frase el único estúpido es el propio Simmel. Nunca se sabe lo que se oculta detrás de un minué.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Una de vaqueros (2)»