Incompletos y oscuros para nosotros mismos. Así somos porque así hemos sido hechos. Para llegar a ser lo que podemos ser necesitamos experiencias que nos completen y algo así como una luz que nos ilumine. Para eso está eso que sin demasiada precisión designamos como la Literatura. Necesitamos experiencias. La vida personal es siempre corta y muchas veces precaria y aburrida. Leemos novelas para vivir otras vidas, para hacer nuestras otras experiencias. Josep Pla dejó escrito que quien cumplida ya la cuarentena sigue leyendo novelas lo hace por no haber tenido una vida plena. Algo de cierto hay en la «boutade». Pero más cierto es que por muy interesante o ajetreada que sea una vida siempre quedará un lugar donde recibir nuevos huéspedes. Un lugar para poder ser habitado por «La Isla del Tesoro» o «La Tragedia de la Bounty». Por don Quijote o el Lazarillo. Por el príncipe de Lampedusa o Madame Bobary. Por el marqués de Bradomin o por Adrian Solovio. Digo Adrian Solovio aunque supongo la extrañeza. Y lo hago porque creo que antes de cumplir los veinte años todos los gallegos deberíamos haber leído “Arredor de Sí”. Esa novela iniciática en la que don Ramón Otero Pedrayo cuenta su propia y emocionante «conversión». Y también lo digo porque creo que si tal cosa sucediera quizás otro gallo nos cantara.
Leemos poesía para que la rutina y banalidad de lo cotidiano no nos exilie para siempre del ámbito de lo enigmático. «¿Por qué quien ama no busca la verdad sino que sólo busca dicha? ¿Cómo sin la verdad es posible la dicha?». Ahí lo tienen: un enigma atgrapado en la jaula de dos vesos. También leemos poesía porque nos abre los ojos y el corazón permitiéndonos percibir encantos y matices que la realidad oculta. Una tarde cualquiera cogen ustedes el coche y se van a Vilar de Donas. Buscan a quien les abra la puerta y entran en la pequeña iglesia románica. Están solos y llevan ya un buen rato admirando esas figuras que componen el mural más bello de Galicia. Y por la memoria van apareciendo unos versos de Cunqueiro:
«De tódolos amores o voso amor escollo!
Miñas donas Giocondas: en vós ollo
tódalas donas que foron no país,
unhas brancas camelias, outras frores de lis…»
¡Miñas donas Giocondas! Sólo tres palabras. Pero ustedes ya perciben el aire italianizante de unos sombreros y de unos tocados que parecen recién llegados de Venecia o la Toscana.
Y una mañana de abril andan ustedes paseando calles admirando la tenue luz de Atlantic City. Y de pronto siente en el costado algo así como la llamada del Océano. No lo dudan, aprietan el paso y se dirigen al Orzán. Día de calma o de furia, vale igual. Están en la coraza. Llevan largo tiempo en la Coraza. Contemplan como una y otra vez rompen con furia las olas contra las rocas. Una y otra vez. Festoneada de espumas también una y otra vez sube y baja la brava lengua del mar lamiendo las arenas de la playa. Y entonces se les viene a la memoria un verso del «Cementerio Marino»: «La mer toujours recommencée». El mar siempre volviendo a empezar. Sólo cuatro palabras. La mar siempre recomenzada. Sólo cuatro palabras. Pero ahora ustedes perciben que ese subir y bajar viene desde el origen del mundo. Y que así seguirá sucediendo hasta su final. Algo así como una metáfora de la eternidad. Bien bellamente nos lo dejó dicho Luis Pimentel. «Para iso é o meu verso. Para darlle eternidade ás cousas».
Un día se levantan ustedes metafísicos. Zubiri no les basta y deciden atreverse con Heidegger. Buscan y rebuscan en la biblioteca. En un rincón, medio olvidado, aparece «¿Qué es metafísica?». Apenas un librito, menos de setenta páginas. Sorteando oscuridades son capaces de llegar hasta el final. Y allí se encuentran cara a cara con la Gran Pregunta. Voy a permitirme la pedantería de formularla en su versión original- «¿warun ist überhaupt das Seiendes und nicht vielmehr das Nicht?». (¿Por qué existe el Ser y no más bien la Nada?). Al principio les parece una chorrada. Pero si no se escapan e insisten a la quinta vez que se repitan la pregunta lo que les parecerá una chorrada es el Big-Bang. La pregunta no tiene respuesta. Jamás la tendrá. Pero de la pregunta salimos diferentes a cómo éramos antes de preguntar. Porque la pregunta nos ha puesto delante del misterio de la creación. Y aprendemos algo nuevo. El hecho de que no haya respuestas no nos exime del deber de preguntar.
Leemos con los ojos pero también alguna vez con los oídos. Es lo que ocurre en el teatro. Desde el texto escrito la palabra salta y se hace voz en los labios del actor. ¿Por qué y para qué acudimos al teatro? Un fin de semana aprovechan ustedes una oferta «low cost» y vuelan a Londres. Nada más llegar ven que en las carteleras publicitarias se anuncia una representación de «Otelo». En el teatro The Globe. Les pica la curiosidad, reservan las entradas y allá se van. Su nivel de inglés les juega alguna mala pasada. Les cuesta trabajo entender bien lo que dicen los actores. Pero en el aire se masca y se respira la tragedia. Perciben que hay momentos en los que el corazón se les acelera y la piel se les vuelve carne de gallina. Y ya casi al final oyen cómo un Otelo desesperado dice a Desdémona: “I`ll kill you an I`ll love you after” (Te mataré para después poder amarte). No se puede expresar con mayor brevedad y precisión el fantasma de los celos. Ese aguijón terrible compañero inseparable del amor. Salen del teatro con el ánimo aún sobrecogido pero quizás entendiéndose mejor a ustedes mismos. Y a tantas tragedias que todos los días ocupan la primera página de los periódicos y el prime time de los telediarios. «Cosas terribles muchas hay pero ninguna tan terrible como el hombre», dice Sófocles en «Ayax». ¿Para qué nos sirve contemplar cara a cara el espectáculo de lo terrible? Yo no lo sé muy bien. Los eruditos hablan de catarsis, de purificación.
Hay que poner punto final. Pero alguien podría preguntarse: si para poder llegar a ser lo que podemos ser tan importantes son estas lecturas ¿cómo se explica que tanta gente no haya leído un libro en toda su vida? Para conocer la respuesta habrá que esperar al próximo zaguán.
Descargar pdf, La Voz de Galicia «Por que y para qué leemos (2)»