“He who knows histeria knows medicine” (William Osler)
Doktor Pseudonimus
El término histeria ha desaparecido de los manuales de medicina. Incluso de los de psiquiatría. También han ido desapareciendo de las consultas de los médicos aquellos cuadros clínicos que hace veinte o treinta años diagnosticábamos como histéricos. Cuadros que llegaban sin casi solución de continuidad desde los que Charcot curaba mediante la hipnosis en las salas de la Salpetriere o los que más tarde Freud resolvería tumbando a los pacientes en el famoso diván de Bergasse 19 y haciéndoles revivir algún antiguo trauma psíquico reprimido y olvidado en el inconsciente. Con el cambio del modo de vivir cambia el modo de enfermar. Y sin embargo…
En el teléfono de la clínica una voz femenina pide cita para una consulta. Sin que nadie se lo pregunte anticipa el motivo: desde hace tres meses su marido no puede abrir los ojos. El paciente acaba de cumplir los cincuenta años y es abogado con ejercicio profesional bastante exitoso. Llega a la consulta acompañado de su mujer aunque por lo que luego se verá mejor sería decir traído por ella. En el interrogatorio el paciente apenas habla. A las preguntas del médico contesta con monosílabos. Está claro que no desea hablar. Durante todo el tiempo permanece como ausente con los ojos semicerrados. La esposa incrimina al paciente su mutismo. Refiere que hace tres meses su marido se levantó sin poder abrir los ojos. Dice también que ya “lo llevó” a otros oftalmólogos que le recetaron varios colirios y que cada vez está peor. Aunque con manifiesta desgana, el paciente colabora bien en todas las exploraciones: El oftalmólogo no encuentra ninguna causa objetiva que pueda explicar la incapacidad del paciente en abrir los ojos. Sospecha algún factor psicógeno pero lo cierto es que no sabe lo que tiene. Sólo sabe que está triste y que esa tristeza irrita a su mujer. Decide ganar tiempo: le dice al paciente que no tiene nada grave, que debe ayudar en su propia curación y le prescribe unas vitaminas.
A las dos semanas la esposa llama por teléfono pidiendo con urgencia hablar a solas con el médico. Nada más llegar a la consulta dice que ha sucedido algo terrible: su marido ha empezado a rechazar clientes y ya no quiere llevar ningún pleito. Explica con detalle lo que eso significa para la economía doméstica y ya en plena diatriba contra su marido añade: doctor, fíjese a donde ha llegado. De nuestro hijo, a quien usted conoce, ya no dice que es un niño difícil sino que es un sinvergüenza. De repente, al médico se le enciende una luz. Coge un papel le ruega a la señora que se concentre y le pide que con la mayor exactitud posible escriba la fecha en que su marido dijo que su hijo era un sinvergüenza y la del día en que empezó a no poder abrir los ojos. Y resulta que entre la primera y la segunda fecha habían transcurrido solo dos días.
La violencia simbólica del suceso es bien evidente. Justamente el día que ve con claridad el conflicto que le plantea el problema de su hijo el subconsciente decide cerrar los ojos para no verlo. Eso es la “conversión”; un conflicto psicológico con una intensa carga emocional se convierte en un trastorno físico. Se “somatiza”.
Las técnicas del psicoanálisis y la libido que todo lo explicaba se han ido desde hace ya tiempo al desván donde se arrumban los trastos inservibles. Pero queda el inconsciente y su papel en nuestro comportamiento incluidos los más humildes actos de la vida cotidiana. Gracias a esa invención Freud se sube por derecho propio al podio de los Maestros de la Gran Rebaja. Porque creíamos que vivíamos en el centro del Universo y llegó Copérnico. Y resulta que lo hacemos en un pequeño astro situado en la periferia de una galaxia insignificante si la comparamos con los miles de millones de las que forman el Universo. Y nos veíamos como los reyes del mambo cuando llegó Darwin. Y parece que no somos mucho más que un chimpancé que aprendió a hablar y a sostenerse sobre dos patas. Y vino Freud y resulta que no somos dueños ni de nuestra propia casa. Quizás lo seamos a medias de un primer piso donde la consciencia cohabita con la voluntad y la razón. Pero no desde luego de las oscuridades del sótano desde donde las represiones del saber y del deseo dictan desde el inconsciente parte de nuestra conducta. Y por los aledaños aún andan rondando Marx (la ideología como maquillaje de los intereses económicos) y Nietzsche (el resentimiento y la voluntad de poder como genealogía de la moral). Después de tantas y tan egregias bofetadas la verdad es que no estamos para ponernos muchas medallas, como no sean aquellas que condecoran el triunfo del nihilismo.
Abandonamos esta breve concesión a la pedantería – Freud diría al narcisismo – y volvemos a nuestra historia clínica. El médico explica al paciente los mecanismos de la conversión de un fenómeno psicológico en un hecho físico. El paciente escucha pero sigue sin hablar. Durante varios días rumia y vuelve a rumiar las palabras del médico y por fin abre los ojos. ¿El paciente se ha curado? No lo creo. Porque el síntoma ha desaparecido pero se ha quedado la pena. Y esa es la cuestión ¿qué se debe, qué se puede hacer con la pena? Quien quiera saberlo ha de esperar al próximo Zaguán.