A la memoria de Juan Rof Carballo
Pocas costumbres hay más estúpidas y menos justificadas que esa tendencia de algunos españoles a mirar por encima del hombro todo lo que se refiere a Portugal. Por el habla coloquial circulan una y otra vez chascarrillos y ocurrencias en las que en las que a un portugués le toca hacer el papel de torpe o de ignorante. El de hacer reír. Eso mismo ocurrió con los vizcaínos en el teatro del Siglo de Oro y aún sigue ocurriendo en algunos ámbitos con los gallegos. Una vez fijados en la conciencia colectiva los estereotipos son muy difíciles de borrar. Supongo que no hará falta denunciar aquí la falsedad de tan burda tipología. En esta mismas páginas y hace bien pocos días Carlos Reigosa reivindicó en un preciso articulo – Querido Portugal – la cultura, la bonhomía y la buena educación de las gentes que viven y trabajan entre el Miño y el Algarve. Portugal – según Reigosa – es el país que tiene menos pedantes por kilómetro cuadrado. No es pequeña ventaja.
Viene todo esto a cuento porque aunque camuflado por el ingenio y la buena pluma algún tufillo de ese prejuicio aparece en el epigrama que hoy les traigo aquí no tanto para que ustedes se sonrían como para que sean capaces de eso que le ocurre al portugués: asombrarse.
Por si no lo recuerdan ahí les va el epigrama escrito por Nicolás Fernández Moratín – padre de Leandro – en la segunda mitad del siglo XVIII:
Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
“Arte diabólica es”,
dijo, torciendo el mostacho,
“que para hablar en gabacho
un Fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho”
El portugués se extraña de lo pronto y de lo bien que en Francia desde su más tierna infancia los niños aprende a hablar francés. En esa extrañeza el autor del epigrama sólo ve la expresión de una ignorancia que utiliza para provocar una sonrisa en el lector. En el texto el autor es el listo y el portugués el tonto. Pero en el fondo lo cierto es justamente lo contrario. Quien se comporta más sabiamente es el presunto ignorante aunque para ser de verdad sabio debería asombrarse también de cómo los niños aprenden a hablar portugués… en Portugal. Que un hecho sea frecuente o natural no quiere decir que no sea digno – e incluso necesitado – de admiración. Desde antiguo se sabe que el asombro – la thaumasía – es el primer paso hacia la sabiduría. Fue en el asombro ante los fenómenos de la naturaleza – la tierra, el fuego, el trueno, el océano o el firmamento – como comenzó en las islas del mar Jónico la filosofía.
Y en el simple hecho de que un niño rompa a hablar hay por lo menos dos aspectos asombrosos. Uno es el fenómeno del lenguaje. El otro es aquello que hace posible el lenguaje: el cerebro humano, y más concretamente: el cerebro del niño.
Por un lado están las palabras. Resulta que un simple trozo de aire puesto a vibrar entre los labios no sólo suena sino que también y sobre todo significa. Nombra, expresa, califica, comunica. No sólo se convierte en sonido sino también en transmisor de sentido. Si ustedes lo desean pueden seguir sin asombrarse pero han de saber que ese breve soplo – ese misterioso Phoné Semantiké – fue quien hizo que el animal pudiese convertirse en ser humano.
Por otro lado está el cerebro. Las cifras son de vértigo. Más de cien mil millones de neuronas. Y cada una enganchada a las demás por cientos o miles de sinapsis. Y los circuitos por donde circulan los impulsos siempre moldeables, nunca fijados ya para siempre. Haciéndose más fluidos, más complejos, más eficaces a medida que los hacemos funcionar. Montaigne escribió que a partir de los cuarenta años todo hombre es responsable de su rostro. Lo mismo podríamos decir de nuestro cerebro pero aquí la responsabilidad empieza mucho antes, en la más tierna infancia. Por eso es tan importante la precocidad de la Paideia. Porque el cerebro del niño tiene prisa. Desde el nacimiento hasta los tres años su crecimiento es fulgurante. Hasta los siete sigue creciendo y después se estabiliza. (En mí ya remota infancia en la Iglesia se llamaba entrar en la “edad de la razón” a cumplir los siete años. Por eso era la edad de hacer la Primera Comunión. Por lo que se ve la neurociencia actual corrobora tan sabia intuición).
Al cerebro del niño pequeño le sobran neuronas para cumplir sus funciones vitales esenciales. Quizás de ahí le venga la fantástica creatividad que muestra cuando juega. Da la impresión de que esas neuronas aprenden antes a crear que a reprimir. Retengan este dato: si en un aula con niños de tres años alguien les invita a cantar lo hace el cien por cien de los niños. Si esa misma invitación se hace a niños de siete años sólo canta el cincuenta por cien. Pienso que si ese muestreo se realizase en la universidad sólo se atreverían a cantar dos o tres chiflados.
Este Zaguán – y bien que lo siento – no se escribe para incitarles a ustedes a cantar. Se escribe para animarles a quitarse la venda, limpiar la mirada y ser capaces de asombrarse al percibir el latido de la creación en las cosas sencillas. También aquí fue Borges quien mejor lo ha dicho:
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas.
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
y que la rosa tenga el olor de la rosa.
N.B.: Aunque parezca lo contrario la referencia a Rof Carballo no es el fruto de un capricho o de un error. En una entrega próxima entenderán porque está ahí. Mientras tanto la dejo ahí arriba colgando entre el título y el texto como el pescador cuelga la miñoca del pincho del anzuelo. Para ver si ustedes “pican” y me leen en el próximo Zaguán. Para evitar posibles imputaciones les recuerdo que la pesca y captura del lector es una actividad legal.
Artículo publicado en la Voz de Galicia el día 13 de Julio de 2013. Sección el Zaguán del Sábado. Firma: Doktor Pseudonimus.