Aún sin proponérselo los tres últimos Zaguanes se fueron convirtiendo en una especie de miniserie sobre la memoria, las vivencias y el recuerdo. Y ahora al poner punto final al tema no puedo evitar que por algún lado aparezca Marcel Proust. Van a ver por qué. El primer día de enero de 1909 Proust llega a su casa a altas horas de la madrugada. Celine Cottin su fiel doncella y cocinera se despierta, se viste y le prepara una taza de té. Si hubiera sido mediodía le habría preparado un “boeuf aux carottes” el plato preferido por su señorito. Pero es madrugada y Proust llega cansado de correrías que no gusta comentar. En la bandeja junto a la taza de té hay un croissant. Proust lo empapa en el té y se lo lleva a la boca. Y entonces, de repente, se produce la gran experiencia. Un vago aroma de geranios y de flores de naranjos le invade el paladar. Y ese aroma lo transporta al tiempo y al lugar donde por primera vez conoció y vivió esos olores: el jardín de su tío abuelo Louis Weil. En la conciencia de Proust reaparece difuso pero otra vez vivo y caliente el complejo mundo de su infancia. Proust intuye que en esa experiencia puede haber un filón todavía no explorado. Descubre que es en el ámbito de las sensaciones y no en el de la inteligencia donde está la llave maestra para rescatar y recrear estados de ánimo y emociones que creíamos borrados por el tiempo. Ese tiempo que gracias a la experiencia ya no es “temps perdu” sino “temps retrouvé”. Se da cuenta también de que el método adecuado para hurgar en ese mundo oscuro de las sensaciones no es el razonamiento sino la introspección. Ensimismarse. Mirar para dentro como otros miran hacia fuera. “Je pose la tasse et me tourne vers mon esprit” dice textualmente el narrador. Pero Proust no es un psicólogo, es un escritor de raza. Por eso lo que sale de la experiencia no es una teoría sobre la percepción. Lo que sale es una nueva manera de contar, de hacer literatura. Algo que nada tiene que ver con la novela naturalista que ocupa triunfante todo el espacio literario de su época. Y para contar a los demás lo que encuentra en esas bajadas introspectivas Proust se inventa también un nuevo estilo. El ritmo se hace más lento, las frases se alargan, por todos lados aparecen circunloquios y oraciones subordinadas. La gente no lo entiende, los críticos se irritan. El director literario de la editorial Ollendorf escribe:
“No puedo entender que un señor necesite treinta páginas para describir como da vueltas y más vueltas en la cama antes de conciliar el sueño”.
Su amigo James Joyce comenta: el lector acaba las frases antes que el autor. André Gide desaconseja a Gallimard la edición de la obra de Proust a quien llama snob y “escritor de salón”. Proust la publica en Grasset pero pagando la edición con dinero de su propio bolsillo. Incluso cuando le conceden el premio Goncourt se arma un gran escándalo. Pero al final la venda cae. Y donde los ojos del lector no veían más que lentitud y morosidad inexplicables ven ahora una prosa deslumbrante. La introspección en la memoria y el recuerdo pasan a ser una de las claves de la creación artística. Nadie niega ya que por un lado Proust y por otro Joyce son quienes abren las puertas al modo moderno de novelar. Y el párrafo donde describe las sensaciones provocadas por la magdalena empapada en el té figurará ya para siempre en todas las antologías literarias. Digo magdalena porque en la escritura Proust substituye a la doncella por su propia madre y al croissant por una magdalena. Pero una magdalena muy especial. Lean ahora lo que se dice textualmente en Por el camino de Svanm:
“un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblent avoir été moulés dans la valve rainurée d’une coquille de Saint-Jacques”.
Moldeada en la concha de una vieira, ¡En la mente de Proust la superfamosa magdalena reproduce fielmente la forma del icono máximo del Camino, la ostra jacobea! No me negarán que el negocio del Apóstol nunca para de dar sorpresas.
Cambiamos ahora levemente el rumbo. Sé que escribo en un diario y no en una revista cultural. Lo propio de un diario son las noticias. En la vida de Proust hay sucesos que tienen el morbo y la sorpresa de las noticias. Ahí les van dos. Uno agridulce y otro bien triste. Los dos dan que pensar. Con motivo del estreno de Le Renard de Stravinsky, Sidney Stiff y su esposa, dan una cena en el Majestic. Como invitados acuden a la cena Stravinsky, Diaghilev, Picasso, Joyce, Proust y las figuras principales del ballet ruso. No parece posible imaginar una reunión con más talento artístico por centímetro cuadrado. Alrededor de esa mesa están sentados quienes han revolucionado la música, el ballet, la pintura y la novela de su tiempo. Daríamos cualquier cosa por haber estado allí viendo de cerca los ojos obsesivos de Picasso, admirando el ingenio de las conversaciones, envidiando la elegancia y levedad de movimiento de los bailarines. Pues esa cena fue un absoluto desastre. Joyce llegó tarde y vestido de calle con lo que irritó a los anfitriones. Proust se pasó la noche quejándose no sólo de su condición de asmático crónico sino también de unas nuevas molestias que le revolvían el estómago. Joyce se lamenta de la ceguera que empieza a dificultarle la lectura. Después de la cena Proust toma un taxi y ofrece a Joyce llevarlo hasta su hotel. Dentro del taxi Joyce saca una pitillera y enciende un cigarrillo, Proust le obliga a abrir la ventanilla y a tirarlo a la calle.
Proust se enamora de Alfred Agostinelli. Lo retiene cerca primero como chofer y después como mecanógrafo y secretario semioculto. Pero Agostinelli huye. Entre otras cosas porque quiere ser aviador. En 1914 se inscribe en una escuela de pilotos en Antibes. Proust quiere reanudar la relación y el 20 de mayo le escribe una carta en la que le dice que le va a regalar un aeroplano que en el fuselaje llevará escrito un soneto de Mallarme. Da órdenes a su administrador de que venda unas acciones para poder comprar el aparato. Al día siguiente Proust recibe la noticia de que el monoplaza en el que practicaba Agostinelli capotó sobre el mar. El cadáver aparece semiputrefacto varios días después. Hasta el final de sus días Proust enviará un ramo de flores en cada aniversario.
Proust. Decimos Proust y también hasta nosotros llegan desde lejos aromas de geranios y flores de naranjos. Y en un retrato en sepia aparece todo vestido de negro un joven delicado, exquisito, vulnerable. También lo hace Sigmund Freud. En 1922 apenas cumplidos los 51 años se muere Proust. Ese mismo año Freud pública “los mecanismos neuróticos de los celos, la parálisis y la homosexualidad”. Los celos del sexo. Para quien los vive, un infierno en su vida personal. Pero un acceso al esplendor para quien es capaz de convertirlos en materia poética o en asunto novelable. Eso hizo Proust: convertir en belleza el sufrimiento producido por sus celos. Por eso nos da pena. Pero también por eso antes de despedirnos le decimos: muchas gracias.
Artículo publicado en la Voz de Galicia el día 29 de Junio de 2013. Sección el Zaguán del Sábado. Firma: Doktor Pseudonimus.