Doktor Pseudonimus
El paciente acaba de cumplir cincuenta años. Es un abogado que trabaja en un bufete bastante exitoso en una ciudad en la que todo el mundo se conoce. Llega a la consulta acompañado de su mujer. Mejor sería decir traído por su mujer. En el interrogatorio el paciente apenas habla. A mis preguntas contesta con monosílabos. Está claro que no quiere hablar y todo el tiempo permanece como ausente con los ojos medio cerrados. La mujer incrimina con acritud al marido su mutismo y asume ella todo el protagonismo. Dice que hace unos tres meses el marido empezó a no poder abrir los ojos, que ya “lo llevó” a varios oculistas que le recetaron varios colirios, especialmente lágrimas artificiales, pero que cada día está peor.
Aunque con evidente desgana el paciente colabora bien en la exploración de la agudeza y del campo visual, que son normales. También lo son el fondo del ojo y la motilidad ocular. Cuando le digo que abra los ojos, apenas hace un ligero movimiento. Observo que las cejas no se mueven. No contrae el músculo frontal como haría cualquier paciente que tuviese una ptosis palpebral. Me entero de que el descenso del párpado superior no aumenta a medida que transcurre el día ni tampoco lo hace después de pedirle que cierre y abra los ojos varias veces. No parece una forma inicial de Miastenia gravis. Tampoco hay el menor signo de blefaroespasmo. La imagen es la de aquel a quien el sueño le impide mantener abiertos los ojos. Tiene el párpado superior extendido en ambos ojos porque no lo levanta pero no porque lo cierre que son dos mecanismos diferentes.
Creo que el problema es psicógeno y por eso me analizo a mí mismo. Percibo que me causa pena y tristeza pero no hay más signos de que se trate de una depresión, en la que los síntomas no aparecen de repente, lo hacen poco a poco. Además el paciente no se queja, ni ha perdido peso ni tiene trastornos del sueño.
También aprecio algo que para mí es muy importante. Noto que no me irrita por lo que no debe de ser un querulante o un simulador. No sé lo que tiene pero no lo envío a un psiquiatra ni pido una resonancia magnética. No le digo que no tiene nada – sería un insulto a su orgullo – pero sí le digo que poco a poco se va a curar, que tiene que hacer algún esfuerzo de su parte y, para ganar tiempo, le receto unas vitaminas.
A las dos semanas la esposa llama por teléfono diciendo que quiere hablar a solas conmigo y que es urgente. Cuando la recibo me dice que ha sucedido algo terrible: su marido ha empezado a rechazar clientes y no quiere llevar ya ningún pleito. Me explica con detalle lo que eso significa en la economía doméstica, y ya en plena diatriba contra su marido me dice: “Fíjese a lo que ha llegado. De nuestro hijo al que usted conoce ya no dice que es un niño difícil sino que es un sinvergüenza“. Recuerdo vagamente a un niño que se comportaba de modo insoportable en la consulta y del que los padres presumían de haberlo llevado incluso a la consulta del doctor López Ibor. Pero no reviso la historia. Cojo un papel, le ruego a la señora que se concentre y le pido que escriba con la mayor exactitud posible la fecha en la que su marido dijo que el hijo era un sinvergüenza y en la que empezó a no poder abrir los ojos y resultó que entre una y otra fecha habían transcurrido solo dos días.
La violencia simbólica del suceso es apabullante. Justamente el día que ve con claridad el conflicto que le plantea el problema de su hijo, el subconsciente decide cerrar los ojos para no verlo. Eso es la conversión; un conflicto psicológico con una intensa carga emocional se convierte en un trastorno físico. Se somatiza.
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Descargar pdf, La Voz de Galicia «Historia con Sigmund Freud al fondo»